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Microfibra

por Maximiliano Tomatis

Lo más difícil es el final,
en la literatura, pero también en la vida.
Es lo que más trabajo da, es muy difícil despedirse bien.
Hebe Uhart

La señora bajó del taxi enfrente de la escuela, saludó al chofer y cerró la puerta con delicadeza. Clavó los ojos enmarcados por patas de gallo en un punto fijo de la pared, metió la mano en la bolsa de friselina que le colgaba del antebrazo opuesto, y empezó a revolver, como un mago intentando manotear las orejas de un conejo dentro de la galera. Encontró lo que buscaba. Sacó una cigarrera de lentejuelas azules y violetas, la abrió rápido, prendió un pucho, le dio una calada e hizo un gesto de alivio como el de un asmático después de calmarse con un puff. Se sacudió el pantalón caqui, después estiró las mangas de la polera negra y pellizcó unos pelos plateados que llevaba de algún animal.

Buenas tardes, profesor. Me alegra volver a verlo, me dijo con la sonrisa que la acompañó durante toda la visita. Me dio la mano y aunque creí que se le iba a desarmar como un diario mojado, ella apretó con fuerza. Completamos el saludo con un beso y la invité a pasar. Sí, vamos, dijo. Tiró el pucho y con la misma mano se planchó hacia atrás el pelo color zanahoria.

Los estudiantes, que tenían todos alrededor de 25 años, estaban esperándola sentados de a tres en bancos largos. Rodeaban un tablón rojo donde había una pasta frola de membrillo que todavía humeaba, rosquitas, bizcochos, pastelitos de batata con lluvia de grana celeste y blanca, una torta toffie y varios equipos de mate.

Hizo la ronda saludando a cada uno con un beso. Les preguntaba su nombre y enseguida lo repetía como si al decirlo en voz alta estuviera sacando una foto mental con el nombre impreso abajo.

– ¡Empiecen ustedes, que seguramente para venirse un 25 de mayo, les deben haber dicho que soy una escritora famosísima! –dijo mirándome y se le achinaron los ojos.

– ¿Qué es ser escritora? –le preguntó un estudiante sacándose la gorra (que interpreté como señal de respeto).

– Ser escritora es ser una charlatana refinada –le contestó mientras agarraba con las dos manos una porción grande de pasta frola–. Escritora es una persona cuando está escribiendo. Después estamos haciendo otras cosas, uno no es escritor todo el tiempo. Somos madres, padres, hijos, herreros, panaderas, o lo que estemos haciendo en el momento, ¿sí o no? –preguntó seria y en seguida le dio un buen bocado a la torta.

– ¿Usted tiene hijos? –quiso saber una chica que iba a ser mamá por primera vez unos meses más tarde.

– No… una vez lo pensé con un novio, pero él era muy raro… –dijo actuando con cara de pena, mientras señalaba al cebador con la intención de que le dé un mate.

– ¿Por qué era raro? –volvió a preguntar la futura mamá.

– Vos sabes que era una buena persona, me quería y yo a él… –chupó largo el mate y me di cuenta que no había podido bajar la pasta frola– pero hacía algo muy raro: todos los días, cuando volvía de trabajar, se encerraba en el baño a lavar la ropa. Entraba con alguna prenda y se pasaba entre una y dos horas ahí adentro, pero eso no era lo raro, lo raro era que durante todo el rato se oían lo que parecían trompadas. ¡Pum! ¡Pum! Como si le estuviera pegando a la pared, a la cortina, al inodoro… ¡qué sé yo a qué le pegaba ese hombre! –dijo como si lo estuviera viendo sentado entre nosotros–. Yo apoyaba despacio la oreja en la puerta para ver si podía llegar a sentir algo más pero lo único que escuchaba eran golpes. ¡Paaaa! ¡Paaaa! –paró para terminar el mate y pude ver que la mirábamos contando la anécdota, como chicos escuchando un cuento de terror alrededor de una fogata–. Por ahí le preguntaba de afuera si estaba bien, si quería que lo ayude a lavar la ropa, pero él me decía, no querida, gracias no hace falta. Al rato salía del baño agitado, transpirado y con la ropa que había entrado a lavar, impecable. Nunca supe qué pasaba ahí, pero era raro… ¿sí o no? –cerró la señora diciendo que sí con la cabeza.

– ¿Pero nunca le preguntó qué hacía ahí en el baño? –dijo alguien con la boca llena.

– ¡No! ¡Mirá si me terminaba pasando lo que le pasaba a la ropa! –contestó con un gesto preocupado que rápido cambió por una sonrisa cómplice.

cumulo

Terminada la anécdota, hubo un pequeño intervalo para renovar los mates, ir al baño, fumarse un pucho e ir por un ballotage de mesa dulce. Ella volvió de afuera con la cigarrera bicolor en la mano, agarró una porción de torta toffie y antes de que se terminara de acomodar en su lugar, un estudiante le preguntó qué estaba escribiendo ahora.

– Ahora estoy escribiendo… –hizo una pausa para chupar el dulce de leche que se le había empezado a chorrear en el tablón rojo- otro libro sobre animales. Yo ya escribí uno que se llama justamente así, Animales, y ahora estoy preparando otro. Por eso quería volver a la escuela, yo sé que acá viene mucha gente del campo y tal vez alguno de ustedes pueda conocer a alguna persona mayor, sabia, que con sus años sepa sobre animales… –dijo con la intención de que alguien se ofreciera a ayudarla con el tema, aunque yo creía en ese momento que lo mejor era ayudarla con la toffie.

– ¡Yo sé quién puede ser! –gritó Vale, una estudiante que vivía en la zona rural del barrio–. Don Rubén tiene un montón de animales. Algunos los cría para venderlos, otros para comerlos y otros los tiene porque le gustan. ¡De todo tiene y sabe mucho si es de acá de toda la vida! Chanchos, vacas, gallinas, ovejas, caballos, burros… una vez andaba con una llama, pero no sé qué pasó con la llama, ahora que me pongo a pensar no la vi más. Bueno, obvio que tiene perros y gatos… hasta una jaula gigante con una banda de pájaros tiene. ¡Es más, hasta pavos reales tiene sueltos en la casa Don Rubén! –enumeró excitada de poder ayudar a la escritora–.

– ¡Ah, pero qué bien! –comentó la señora que se había dedicado a acomodar la torta toffie a lengüetazos como si fuera un helado en cucurucho–. Me encantaría charlar con él, e incluso ir a su casa si Don Rubén quisiera recibirme. ¿Te puedo encargar que le preguntes si puede esperarme para charlar con él? Yo vuelvo a mediados de octubre… –miró a la estudiante como si de la respuesta dependiera el destino de la humanidad.

– ¡Sí, obvio! Yo le aviso a Don Rubén, seguro que va a querer si está todo el día en la casa y le encantan los animales. Yo la puedo esperar a usted acá y vamos caminando, si son un par de cuadras no más –la invitó entusiasmada.

– ¡Perfecto! –dijo la señora y aplaudió cortito tres veces en modo de celebración–. Bueno, ahora me toca preguntar un rato a mí así también los conozco un poco –siguió mientras sacaba de la bolsa de friselina un cuadernito de tapa azul y una microfibra negra–. A ver, ahora contame vos, que veo que viniste con tu hija, ¿cómo se llaman? –le preguntó simpática a la vecina de Don Rubén.

– Yo me llamo Valeria y ella se llama Luna, tiene diez años y ya está en quinto grado. Va a la escuela a la mañana y a la tarde me acompaña a mí. Es muy inteligente ella, es más, a veces los profes de acá la retan porque contesta lo que nos preguntan a nosotros. Y nosotras vivimos acá cerquita, pasando el canal, hace más o menos ocho años. Antes vivíamos en otro lado, pero bueno, ahora ya estamos bien –hizo una sonrisa nostálgica y le acarició a la nena la trenza que terminaba en una colita con una pokebola.

La señora asentía con la cabeza y miraba a la dupla madre e hija como si, además de estar conversando, estuviera descifrando un lenguaje inentendible para el resto de los humanos. Su cara no era la de alguien que solamente observaba, escuchaba y prestaba atención. Su actitud era la de una persona captando algo por fuera de la posibilidad del resto. Tuve la misma sensación que me genera ver a un perro escuchar lo que para mí es inaudible, o encontrarme con un gato fijando la vista en lo que me resulta invisible.

– Ah… ¿y antes vivían en otra ciudad? –consultó como si fuera una pregunta al pasar.

– No, antes vivíamos en otro barrio, pero por acá cerquita también. ¿Qué habremos estado? Dos años, por ahí más o menos. Y ahí llegamos por una trabajadora social que nos había conseguido el lugar… –paró de golpe, chupó un mate que había sobre la mesa y remató–. Y antes que eso vivíamos en la calle, yo vivía en la calle y ella nació en la calle.

Se me hizo un nudo en la garganta. A pesar de haber sido su profe y de verla todos los días durante los últimos tres años, no sabía que ellas habían pasado por eso. Se produjo un silencio que podría haber dado por terminado el encuentro. Sin embargo, la señora agarró rápido la pelota y salió jugando.

– Mirá vos, ¡qué experiencia! ¿Sí o no? Yo no fui madre y nunca viví en la calle, ¿cómo es eso de ser madre y vivir en la calle? –preguntó sin una pizca de dramatismo.

Vale empezó por el principio, contándole que había venido de Chaco con un hermano a probar suerte, pero que después de unos meses él desapareció. Se habían instalado en una casilla en Empalme, y aunque ella hacía cosas dulces para venderlas por el barrio, cuando quedó sola no le dio para seguir pagando. La echaron, metió lo que tenía en dos mochilas y se instaló en la plaza Sarmiento. Fue ahí donde quedó embarazada y vivió hasta los primeros días de Luna. Cuando llevó a la nena a la maternidad Martin, una trabajadora social les consiguió una casita en Zona Cero. Las dejaron estar ahí casi dos años, y se pudo acomodar volviendo a vender tortas y rosquitas. Después se vino para el barrio donde le alcanzó para comprar un terrenito.

Durante todo el relato, Valeria y la señora se miraron siempre a los ojos. La escritora escuchaba sin interrumpir ni preguntar nada, a lo sumo decía que sí con la cabeza o largaba un ajá por lo bajo. Sus manos, que tenían el cuaderno azul abierto y la microfibra negra destapada, tomaron nota sin parar, y sin que la señora baje nunca la vista. Parecían tener vida propia o estar comandadas desde el exterior como si fueran una prótesis robótica. Completaban una página con la precisión de una impresora, y una vez que llegaban al final, daban vuelta la hoja para seguir escribiendo… ¡hasta subrayar lo más importante vi que hacían!

campo

Salimos para despedirnos y sacarnos una foto grupal en la puerta, donde estaba el cartel con el nombre de la escuela. Los estudiantes la saludaron con un beso y le decían que la esperaban en octubre. Ella contestaba que sí y que no se olviden de hablar con Don Rubén.

Me quedé con la señora esperando al taxista que la había traído. Tenía arreglado que la pasaba a buscar para llevarla a la terminal de ómnibus.

– ¿Cómo la pasó usted? Los chicos quedaron encantados. Seguro que este encuentro les va a dar ganas de escribir, de leer… –le dije intentando sacarle alguna clave para practicar en la semana, aunque no me estaba mirando ni prestando atención.

– Mirá ese perrito… ¿qué está haciendo? –me preguntó como si necesitara develar un complejo enigma antes de irse.

Pochi, el cusquito de la vecina, estaba sentado enfrente de su puerta con el hocico rosado pegado a la chapa. Tenía la costumbre de acompañar a su dueña a hacer las compras del mediodía. Cruzaban la ruta, llegaban juntos al súper chino, la esperaba a que saliera y a la vuelta se perdía en el camino, generalmente por acoplarse a alguna jauría o persiguiendo motos. Cuando bajaba el sol, el Pochi volvía a su casa y esperaba como una gárgola que alguien de adentro le abriera. Quise contarle eso pero ella siguió.

– ¿Qué hace…? Está esperando el perrito… –parecía entrar en trance–. Está esperando a un amigo… está esperando que un amigo salga… –hizo una pausa como una vidente antes de dar una revelación–. ¡El perrito está esperando que su amigo salga a jugar con él!

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