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Interrupciones virales

por Leandro Barttolotta e Ignacio Gago

El escritor norteamericano William Burroughs, en un enunciado tan profético como críptico y perturbador, definió al lenguaje como un virus del espacio exterior. Y acá, según Carlos Gamerro, no hay uso metafórico alguno: se trata de una verdad literal. Si el lenguaje es un virus: “la tarea del escritor es trabajar el lenguaje como inoculación, como vacuna (…) la búsqueda de Burroughs es la búsqueda del silencio (…) el estado de silencio equivale a la cura del virus del lenguaje que, a la manera de la cura de los virus no verbales, no se alcanza expulsándolo del organismo sino volviéndolo inocuo: quien la alcanza puede luego coexistir con el invasor sin ser dominado, manejado, dicho por él. Solo quien ha alcanzado el estado de silencio puede ser dueño de su lenguaje”.

En un artículo escrito en pleno calendario apestado, cuando el virus del Covid 19 también se vuelve dramática verdad literal, Silvia Duschatzky piensa en la ultra-productividad que acompaña el discurso de la “continuidad pedagógica”. Propone investigar los alcances posibles de lo que llama pedagogía de la interrupción. Un acto, no un argumento crítico, “cuya eficacia consiste en la infección de nuestras relaciones con el mundo. Como toda infección nada sabemos del alcance de su propagación en el cuerpo social, nada de las invenciones de las que somos capaces movidos por los límites que nos impone la inoculación de un elemento extraño”. Una pedagogía de la interrupción sería entonces un acto o un gesto cuya eficacia consiste en hacernos saltar afuera de un funcionamiento autómata: afuera de una atención paranoica en la que Rol y función docente mandan. El lenguaje escolar también es un virus, y si bien desconocemos su procedencia (o no tenemos ganas de investigarla), sí sabemos que encuentra un clima perfecto de proliferación en las inercias del cuerpo escolar y de su punto de vista. Un modo de volver inofensivo ese virus, de “coexistir con él sin ser dicho por él”, no se encuentra en la mera crítica o la impugnación a su lógica de funcionamiento, sino en la inoculación de otro virus extraño, inédito, también con gran capacidad de infección y cuyos primeros síntomas son el silencio – una interrupción – que nos saque en acto de la infinita y ruidosa cadena de automatismos.

despertar

Interrupción como estrategia, también, ante el cansancio y el agotamiento (otro virus silencioso, o no tanto). Interrumpir para mapear cuáles son las fuerzas que nos animan  – y que escapan a inventarios y calendarios – y qué límites (tanto internos como piel afuera: objetivos) operan y a qué distancia nos encontramos. Entre el cansancio y el agotamiento se erige un límite difuso que parece correrse cada vez más, nunca se llega al “hasta acá” definitivo. Las escenas del regreso total al calendario presencial, en este 2022, nos encuentran aún desestabilizados en escuelas e instituciones que se empecinan en mutear los susurros de la suspensión.

Más acá de la embalsamada normalidad que regresa rotunda, nos preguntamos: ¿dónde quedaron los dos años pasados?, ¿a dónde fueron a parar (dónde se acomodaron) esas situaciones e imágenes vividas? En medio de la Interrupción hay que intentar agudizar la percepción sonora para detectar los murmullos y las experiencias casi inaudibles, las estrategias novedosas (y no tanto) que se esbozaron en la Pandemia y que incluso continúan. ¿Nada queda para pensar, ahora en su silencioso repliegue, de los territorios vitales, domésticos, anímicos, barriales y sociales hasta dónde se estiro una forma-escuela inédita?

Por esos lugares acontecen las escenas que intercalamos a modo de sinopsis de series (¿pos?) pandémicas. Huellas, también como invitación al armado de un archivo de afectos, de un legado de los movimientos ensayados en diversas latitudes.

Un enfermero que da clases y observa con lucidez el entorno en un Hospital de la Ciudad de Buenos Aires. Una mañana en Antofagasta en la que comienza una clase online con una maestra que no le clava el visto a quienes no logran acceder a la virtualidad. Un maestro inquieto en Santiago de Chile que propone hacer una “arqueología de la ausencia” y repasar la historia del fundido a negro: antes de la desconexión de las cámaras apagadas y los edificios cerrados ya se abría un abismo entre alumnes y escuela.

A modo de una película que muestra escenas de las vidas contemporáneas, presentamos tres locaciones distintas en las que cursantes (de la Diplomatura y la Especialización en Gestión Educativa de la FLACSO) recurren al acto de escribir buscando detener automatismos, volver inocuos vectores de terror cotidiano que se intensifican y mostrar con nitidez que es posible provocar cortocircuitos incluso al interior de la Interrupción con mayúscula (la continuidad).

instante

 

*

Hospital Muñiz, Buenos Aires, Argentina.
M. trabaja en el Hospital de Infecciosas Francisco Javier Muñiz. El Hospital, creado en la parte más externa de la ciudad de aquel momento, frente a la antigua Cárcel de Encausados y el Antiguo Cementerio del Sur, sirvió para enterrar a los enfermos de la Fiebre Amarilla. “El Hospital tiene estigma, los pacientes tienen estigma. Deambulan por el parque, desvencijados. Cuando uno dice Muñiz, la gente se cruza de vereda, te saluda de lejos. Otros te dicen que a las 21.00 horas te aplauden”, dice mirando fijo a la cámara el protagonista. “Mi oficina está arriba de Vacunas, en el primer piso y al lado de la Sala de Tuberculosis Multirresistente. Me preparo para dar una nueva clase. El SARS Cov 2 ya forma parte de la cotidianeidad. Se escuchan ruidos afuera del aula. El Hospital no dejó de funcionar en la pandemia. Los enfermeros que ingresaron no conocen este microorganismo, pero deberán trabajar con él. El silencio me hace pensar en la responsabilidad que tengo sobre mis hombros”.

Antofagasta, Chile.
“Muy buenos días, chiques. Amanda, ¿es tu perrita la que se ve? ¿Cómo están? ¿Mucho frío? Traten de ponerse calcetines que les abrigue los pies pero que no les impida el movimiento y el enganche con el piso. Vamos a esperar unos minutos al resto, para que se puedan conectar. Mientras arreglaré mi cámara, porque la conexión no es muy buena. Ya, vamos a comenzar, por favor apaguen sus micrófonos, yo pondré la música y espero esta vez no tengamos problema con el ruido ambiente.”

Un día más, ¿día 385? Hemos perdido la cuenta de los amaneceres y las puestas de Sol que hemos vivido en esta pandemia. Mientras los chicos y las chicas más “afortunados” se conectan cada día para comenzar las clases online; otros se quedan durmiendo hasta tarde por decisión de sus madres y padres, para así ahorrar una comida durante la jornada. Las canastas de alimentación que entregamos rigurosamente cada 15 días no alcanzan. 7 huevos, 1 bolsa de leche, 1 paquete de arroz y otros elementos distribuidos por el Gobierno y su Junta de Auxilio Escolar (JUNAEB), no son suficientes para las familias múltiples que viven en un hogar. El material pedagógico que anexamos en cada una de las entregas de canasta de alimentación pasa a segundo plano.

La mamá de Rodrigo, un chico de prekínder, pregunta en cada entrega si llevo algún libro para trabajar con él. En una de las visitas, la apoderada contó que la noche anterior se habían volado los techos producto de las marejadas y las ráfagas de viento. Ese día, Rodrigo duerme hasta tarde mientras Damián, el chiquito de Caleta El Buey, se encuentra ayudando a sus padres a ordenar lo que el viento había desarmado. Damián tiene 10 años y ese día, por segunda vez, no entregó carpeta.

–¿Tía usted sabe cuándo entregarán los útiles escolares? –¿Señorita y los computadores que prometieron desde el Gobierno, esos que llegaban en marzo?

Santiago de Chile, Chile.
¿Oye, y la cuarentena? ¿Oye, y la covid? ¿Oye, y el virus? Resuenan y resuenan como piso mínimo desde el cual comenzar a pensar. En mi caso, fue un ‘bicho’ un poco más antiguo el que me dejó sin el laburo con les chiques antes de la covid: el ‘bicho’ de la crisis o el virus de la precarización. Argumento amenazante que venía normalizando en los cuerpos la idea de que la imposición de medidas financieras, como el recorte presupuestario, legitimaba salvar algunas actividades y dejar otras a merced de la precarización. Actividades ‘dignas’ de ser protegidas y aquellas entre las cuales sabías que no estaría la tuya y la de aquelles con quiénes te implicabas, sobre todo cuando haces trabajo educativo de intervención en barrios. Menos cuando esa práctica tiene como objetivo atender (en términos atencionales y no de servicios) a les pibes que interrumpen sus trayectorias educativas. O, en clave honesta, atender las trayectorias fugadas de les pibes que interrumpen el principio de continuidad o regularidad en el sistema educativo.

La presencialidad y la vigilancia continua del proceso educativo se fue a negro… se desconectó, apagó la camarita de nuevo, surgiendo inmediatamente la necesidad de ‘hacer como’ que todo siguiera igual. La pregunta ahora es cómo componemos escena, alianza, con la potencia de aquello que irrumpe ‘en negro’: con el delirio que comparte aquello que interrumpe la continuidad de la escuela (no) presencial.

Hospital Muñiz, Buenos Aires, Argentina.
Enfermer@s, médic@s, kinesiólog@s, radiólog@s, laboratorist@s, bacteriólog@s, virólog@s, transitan entre la niebla espesa del Hospital. La gente está cansada y se nota en sus cuerpos. Cuerpos cansinos, como la estatua del parque de Gandhi, que pareciera soportar como Atlas un mundo incierto sobre sus hombros. Las caras marcadas por los barbijos, por las gafas. Ver el mundo a través de una gafa, ¿cómo sería?

El personal de salud está cansado y se nota en el andar, en el apoyarse en un escritorio, al secarse el sudor después de tantas horas de estar adentro de una sala con el equipo de protección personal.

Cuando uno está cansado, a veces la palabra lastima como una piedra afilada.

La palabra a veces es reemplazada por los gestos cuando estamos cansados.

–‘¡No puede ser!’ Esa es la frase que me dijeron mis compañeros ante el frustrado intento de reuniones grupales, comandadas por psicólogos. Igualmente, al finalizar mis clases pregunto: ‘¿Alguien quiere decir algo? ¿Quedó algo en el tintero? ¿Alguna problemática de la sala?’, y se despachan, como una cascada salen de sus bocas las palabras…

Santiago de Chile, Chile.
Quizás la interrupción pandémica de la normalidad escolar no es más que un breve momento que nos desafía a realizar una suerte de arqueología de la ausencia en la escuela, al mismo tiempo que se torna un claro indicador de los estragos con los que hemos lidiado y hecho lidiar a les pibes y a nuestrxs colegas con la exigencia de presencia y aferramiento a la normalidad del rol. Quizás el problema de la escolaridad no sea otro que la crisis que le puede desatar a un ansioso el ‘me dejaste en visto’. Quizás nuestra escuela virtual es todas y a la vez la más siniestra de las escuelas de la historia, aquella en la que la exigencia de presencia y el axioma de continuidad escolar es sublimado todos los días con nuestra aula virtual llena de cuadritos presentes, pero en negro: dejados en visto.

Quizás el adentro del espacio en negro, el espacio de nuestra vida cotidiana puesto bajo el lente infrarrojo de la institución escolar siempre ha sido infravalorado y, ante todo, rechazado de la ‘sapiencia’ curricular.

Quizás, la escuela no está sólo destituida, quizás también está ‘paniqueada’. El problema ya no es sólo que la escuela haya perdido su capacidad simbólica para dotar de sentido tanto lo que ingresa en ella como el mundo en que se inscribe, sino la normalización de una suerte de (auto)exigencia aprendida que nos liga a tener que seguir adelante ‘haciendo como’ que la crisis podría llegar a volver a cierta “normalidad” cuando, a la base, los cuerpos en su interior tienden a no poder más con el peso de sus máscaras. Pánico frente al ‘cuadro en negro’ que arremete y junto al cual no podemos dubitar, suspender, frenar, interrumpirnos, ‘darnos tiempo’ sino que, por el contrario, SE nos demanda ‘innovar(lo)’: adaptarlo de manera creativa a un régimen que, tarde o temprano, lo fagocita depotenciado de su capacidad problematizadora.

culebra

Antofagasta, Chile.
En el camino entre el laburo y mi hogar, hay pocas cuadras y varias funerarias. Se me hizo común ver entrar y salir féretros. La primera vez quedé helada. Hace poco decidí cruzar la calle. No sé si es normalización o es desear ignorar lo que se vive.

Los establecimientos públicos de la comuna son los que albergan mayor cantidad de matrícula. Antofagasta no ha tenido clases presenciales desde el Decreto de marzo de 2020, el que suspendió las clases a nivel nacional. El mundo online intenta apoderarse de la educación pública, esa que no tiene ni papel higiénico en los baños.

Una escuela rural multigrado con 64 estudiantes, denuncia en la prensa el kit sanitario entregado al establecimiento por parte de JUNAEB: 64 mascarillas blancas reutilizables, 2 litros de cloro, dos botellones de alcohol gel, una caja de guantes desechables.

¿Cómo se retorna seguro?

Damián luego de tres visitas, entrega su carpeta de tareas. Al revisarla, venían muchas páginas en blanco.

Santiago de Chile, Chile.
Quizás hoy la escuela puede aprender del coraje de los que ‘se van a negro’. El coraje de los que se rinden al peso del rol, que desisten y desprograman los costes sociales que les trajo alguna vez esa plusvalía de presencia y que transversalmente hoy se toma la vida –on/offline–. La inocencia, la ligereza, el olvido con que podemos ‘desertar’ del sentimiento de deuda y culpa que podemos llegar a adquirir dentro del imperativo categórico que nos plantea la ‘moral innovadora’ y su imposición de ‘presencia’ como ‘oportunidad’. Quizás es hora de alojar la potencia de discontinuidad de los que históricamente se han ido a negro y han desafiado la misma plusvalía de presencia con que hoy lidiamos todos en una lucha a escala íntima en el confinamiento: esa autoexigencia deseante de tener que sostener el peso de la máscara asociada a tu rol, de recibir y responder el correo 24/7, de estar ‘activos pero ocupados’ en el whatsapp, de planificar en casa y más allá de ella como si fuera posible volver a algún tipo de normalidad.

Hospital Muñiz, Buenos Aires, Argentina.
Las Tumbas de Enrique Medina fue un libro prohibido en la Argentina, durante la época del Proceso. Ocultar lo que era y es evidente, la problemática de los institutos de menores, en una Argentina que se mostraba al mundo con todo resuelto.

El Muñiz no escapa a esa incertidumbre. Algunas salas son verdaderas Tumbas. Los pacientes, algunos ex convictos, tratan de imponer sus formas, su lenguaje, sus costumbres. Hay que poner límites a veces, horarios, reglas, para una mejor convivencia. Ellos no tienen la culpa. Sus historias, sus vivencias no son de las mejores; han sufrido y sufren. ¿Cómo crear lazos, puentes entre mundos que son puentes pero también son abismos? Bucear entre capas, para unir puentes. Crear empatía, porque ese que está en la cama, puedo ser yo. Escuela, hospital, cárcel. Empatía con el sufrimiento de los pacientes. Algunos piden permiso para salir al parque y por ahí no vuelven, y se tiene que informar fuga. Otros no hacen adherencia al tratamiento. Hacer de las salas un ámbito cálido, agradable; para dar tratamiento. El viejo dispositivo disciplinario parece haber colapsado. Está en crisis. ¿Y nosotros?

rollo

Santiago de Chile, Chile.
Tanteando de forma colectiva compartimos que ante la crisis pandémica las instituciones tendieron a intensificar la burocratización de la práctica de ‘docenteo’. ¿Qué quiere decir esto?, encapsular la inquietud, el asombro, el deseo de experimentación e, incluso, la potencia creativa que se desplegó ante el miedo compartido frente a la crisis, en una suerte de ‘subjetividad cumplidora’. Esa inclinación más o menos irracional, instintiva, inconsciente, por ‘poner en orden las cosas’, ‘por odenar la casa’. La burocratización, dirán, tiene dos dimensiones: a) una dimensión administrativa preocupada por la mera reproducción del proyecto institucional y b) una dimensión que denominan de burocratización subjetiva, dónde el objeto es el cuerpo y la condición anímica e imaginativa de los procesos educativos es embargada por la deuda que adquirimos socialmente de cumplir con un abstracto: ‘los buenos resultados’; ‘la sociedad’; ‘la opinión pública’; ‘la familia’, los ‘objetivos de la pedagogía y la vocación’, etc.

Santiago de Chile, Chile.
Como dirán mis compañeres: el ‘tiempo pandémico’ es un tiempo de ‘malentendidos’, dónde los mecanismos, las técnicas, los instrumentos de la institución, el ‘mandato de continuidad’ y el tiempo de burocratización, choca permanentemente con otros registros del tiempo escolar. Parafraseando a mi compañera Karina, lo más complicado del malentendido es esa ‘suerte de borramiento del trauma de la suspensión pandémica… de las huellas y registros que dejó la pandemia y el virus en la educación y que no pueden ser verificados con los procedimientos tradicionales.

El malentendido es esa suerte de incongruencia entre el tiempo de la continuidad escolar y la automatización con esas otras pluritemporalidades que hacen escuela. Pasajes temporales, modos de habitar y surfear la coexistencia entre distintas ritmicidades, donde las argucias del ‘docenteo’ maniobran otros relatos, procedimientos y técnicas con las que poder historizar, hablar, dejar huella y registro de la suspensión pandémica, de la interrupción de la continuidad escolar.

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