por Ariel Sicorsky

Tanto se ha escrito acerca de la subjetividad en tiempos de cuarentena, Silvia, y sin embargo usted se me acerca con tono suave, despreocupado y me dice, me susurra: “por qué no escribís algo acerca de la cuarentena?”, y yo qué voy a escribir, qué puedo decir que tenga sentido para alguien; y usted que dale, que seguro tenés una mirada personal , y yo que bueno, que trato. Y entonces pienso que yo, que erigí mi casa bajo la forma de un templo, que atiendo en casa, estudio en casa, medito en casa; yo que después de haber vivido -treinta años atrás- en un monasterio Vishnuísta en la Isla de Penang, en Malasia, hice de mi vida un largo retiro (y recuerdo los años de soledad en las islas del delta, los viajes en solitario por Perú, por Indonesia, por las altas cumbres de los Andes, por Rajasthán y Benarés, por las míticas riveras del río Tapajos), el hecho de quedarme en casa no significa un cambio tan significativo en lo cotidiano. Extraño, sí, leer un libro en el bar de Cordoba y Malabia, las meditaciones sonoras con los Mantras Criollos y algunas cosas más.

Puedo decirle, Silvia, que me llama la atención la proliferación de teorías; me excita hasta un punto un poco perverso ver en cuantas dimensiones hay gente pensando acerca de lo que pasa. Me gustan sobre todo las teorías conspirativas (conspiranoicas, escuché el otro día). Las que dicen que al virus lo inventaron y echaron al aire mundial los chinos, o los yankis, las que señalan que Bill Gates está abriendo una puerta hacia la vacuna que nos inserte un chip a todos los que habitamos el mundo, aquellas que dicen que es la madre naturaleza que está llamándonos la atención, las que ven la mano extraterrestre en toda esta locura, las que proponen que se trata de los efectos del apocalipsis maya del 2012, las que enseñan que es el primer cimbronazo de la era de acuario y algunas más (hermosas teorías) que cuentan de una guerra entre hombres y reptiles. Veo que la impaciencia o la costumbre lleva a algunos a rebelarse contra la cuarentena aduciendo que se trata simplemente de un truco maquiavélico para controlarnos, como si no estuviéramos suficientemente controlados antes del encierro.

Mientras tanto reformo los modos de mi trabajo, doy clases por Instagram, por Zoom y me resigno a este destino de youtuber de poca monta en los suburbios del planeta.

Veo que hay un punto de inestable equilibrio entre averiguar acerca del virus, de sus peligros y sus formas de contagio, de los cuidados y recaudos, de su avance en números mortales y, por otro lado, hacerse el distraído como si no pasara nada. Cuando me inclino con demasiada intensidad hacia la información quedo asustado y confundido como si cada paso que diera pudiera rasgar la fina trama de la existencia; cuando me insto a pensar que no pasa nada de nada, me descubro con la situación hecha cuerpo: dolor de garganta, malestar en el hígado, estragos en la cintura.

Tuve momentos incómodos que se acercaron al desequilibrio emocional -alrededor de la tercera semana- y que se expresaron sobre todo en una sensación desagradable en la boca del estómago y en la dificultad para mantener los ojos abiertos. Ese estado duró tres o cuatro días difíciles y luego se aquietó.

Veo la pobreza estructural de nuestras pampas como un terrible desafío para los días que se vienen, pero veo con más dolor la pobreza espiritual que nos abraza y nos vuelve mezquinos y soberbios.

Leo poco. Toco mucho la viola y volví al kung fu, lo cual me está transformando el cuerpo como si el tiempo fuera hacia atrás y cada semana me siento más jóven. Resuena en mi cabeza, con cierta regularidad, la voz de Luca marcando bien las erres en su “un tornado arrasó mi ciudad y mi jardín primitivo”.

Creo, Silvia, que hay una pregunta que nos inquieta y nos afantasma incómodamente: ¿volverá todo a la normalidad o estamos en el comienzo de un tiempo nuevo, radicalmente distinto, con otras formas que nos obliguen a nuevos protocolos y sensibilidades? Imposible saberlo; sólo nos queda el arte de la conjetura. De las ideas que nos regala la cosmovisión de la India; hay una que me gusta especialmente por varios motivos: por un lado, está forjada en un barro histórico tan diferente al nuestro que parece extraño y hasta infantil que durante miles de años, hombres mucho más sabios que nosotros indagaran en todas las aristas y fractales de esta idea; por otro lado, como involucra la creencia en la reencarnación, revoluciona toda nuestra estructura de sentido y le da a cada decisión que tomamos una perspectiva que abarca cientos de nacimientos y muertes anteriores. Dicha idea propone que elegimos nacer donde nacemos -de esa madre y ese padre, en los colores de ese barrio, de esa época, de esa cultura- porque en esas condiciones tenemos la oportunidad de aprender lo que necesitamos para evolucionar espíritualmente y salir finalmente de la rueda de las reencarnaciones y del dolor. De un modo más técnico, los libros de la ley explican que la vibración de la emoción que nos anima y con la cual morimos, por simpatía, nos hace nacer en un lugar con similar vibración, una y otra vez hasta que logramos comprender y conjurar esa emoción-vibración; hecho que nos dará el pasaje, en esta vida y en la próxima, hacia otros niveles de existencia. Esta teoría tan lejana de nuestras costas nos lleva a una pregunta que es como una herramienta: ¿que tengo-puedo aprender de esta situación? ¿Por qué y sobre todo para qué mi alma viajera me puso frente a este destino? La posición subjetiva implícita en esas preguntas nos vuelve más íntimos y en una relación más personal con lo que pasa y allí radica, creo yo, su potencia.

A esta altura del siglo anterior, en los años del 1920, ya había pasado la primera guerra mundial y la revolución rusa. Este siglo comenzó con el gran estruendo de las torres caídas. Tal vez esta pandemia mundial, que obliga a millones de personas que están en sus casas lidiando con sus recursos y sus soledades, sea el signo, el color, el tono de nuestro querido siglo XXI.

Ya ve Silvia… se lo dije: qué interés puede tener este devaneo de un hombre que está solo, que vive como adentro de una burbuja y que tiene, quizás, demasiados años.

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