por Trinidad Baruf

Ahora puedo comer cosas azules, negras y marrones. Ahora cuando la comida no viene con una salsa siento que algo falta. Ahora mi capacidad pulmonar aumentó y cuando voy a la playa me siento maratonista. Ahora uso diminutivos y pido disculpas y doy las gracias. Ahora cuando hace menos de veinte grados me muero de frío. Ahora escribo cuando mi bebé duerme.

Hace dos años y medio me mudé a México. Vivo en una de las zonas más turísticas de la Ciudad. Hasta hace unas semanas se escuchaba hablar más inglés que español. Los extranjeros amamos la Roma, así se llama mi barrio, porque está llena de plazas, restaurantes y pequeños locales que venden cosas cool. En general, en los demás barrios, los comercios están encerrados en centros comerciales, como pasa en Estados Unidos. A los pequeños comercios se les llama tienditas. Y a los barrios, colonias. Ahora los pocos extranjeros que hay ya no hacen fiestas ni caminan tomando micheladas. Hacen facetime desde sus balcones. O bailan solos en sus departamentos. O salen a tomar sol con cubrebocas de diseñador. Ayer un señor usaba un tapaojos como barbijo y me hizo acordar a un video de youtube que explica cómo hacer un barbijo con un calzoncillo.

El mejor momento para escribir ahora es cuando ella duerme en mis brazos. Intenté dictarle al teléfono pero no logro que escriba lo que quiero. Pienso en la ducha. Escribo en Google Keep. No siento que necesite más.

Muchos extranjeros vienen por un tiempo y se enamoran de la idea de tener una familia en México. El sistema privado de salud permite elegir entre muchas variantes dentro del protocolo de parto humanizado y asegura a los pacientes que su médico los atenderá por teléfono a cualquier hora, por cualquier cosa. La clínica donde nació mi hija es una de las más elegidas por los extranjeros. Venden paquetes obstétricos que pagás por adelantado. La salud funciona como funcionan los seguros para autos. En la página de la clínica se lee: “Un parto humanizado hace que la mamá y el bebé sean los protagonistas”.

Hacía menos de dos meses habían abierto cuatro restaurantes alrededor de la plaza que está a una cuadra de mi casa. El barrio estaba empezando a gentrificarse cada vez más. Hasta había habido una alfombra roja en la calle para el estreno de la película “Roma”. Ahora es uno de los centros de alto contagio establecidos por el Gobierno de la Ciudad. En la plaza colgaron un cartel enorme amarillo que dice “Peligro”. Sin embargo, y en el medio del pico de la pandemia, acaban de habilitar algunas actividades industriales no esenciales. Es obligatorio el uso de tapabocas y no se puede circular con barba ni corbata.

Como chiste a veces le digo a alguien que la maternidad es para mí como la pandemia. La nueva normalidad. Cambio de tema rápido cuando me sale esa comparación para tratar que el que escucha no profundice en mi cabeza.

En México la gente no se junta a tomar un café, se junta a tomar una cerveza. Ahora no sólo la Ciudad cerró todos los bares y restaurantes. Tampoco hay cerveza en las tienditas, ni en los supermercados, ni en las páginas de venta online: no hay ni guantes, ni alcohol etílico, ni cerveza.

Igual que en Argentina, los restaurantes sólo tienen permitido hacer entregas a domicilio y servir comida para llevar. Los puestos callejeros de tacos y carnitas siguen abiertos. Más o menos tres o cuatro por cuadra. No hay restricciones para salir. El Presidente dice que no es necesario limitar las libertades individuales y que están tomando medidas similares a Estocolmo. Y que “estamos domando al virus”.

Periférico y San Antonio ayer a las 6pm

Debería dejarla en la cuna y escribir tranquila. Dejarnos una a la otra y que cada quien haga sus cosas. O dejarla con alguien más. A veces, a pesar del apego invisible que veo, siento que no me conoce. Y es verdad, no sabe cómo soy. Ni yo cómo es ella. Y a veces me da miedo, como si viera a un fantasma.

Los adultos salen casi igual que antes. Algunos hacen home office. Los demás van a trabajar en el metro, como se le llama acá al subte. Frente a mi casa hay una obra en construcción. Siguen construyendo. Los trabajadores, como suele suceder acá, viven en la obra que construyen. Cuando salgo con mi hija me encuentro a mis amigas extranjeras con sus bebés. Las veo de lejos caminar con culpa.

Hasta ahora se perdieron más de un millón de empleos formales. Según datos oficiales, aproximadamente el sesenta por ciento de la población ocupada en México está en el sector informal.

Sí disminuyó mucho el tránsito, salvo por las motos y bicis de los repartidores de Rappi y Uber Eats. Una lluvia de mochilas cuadradas de colores verde y naranja que lo entregan todo. Ellos y los camiones que reparten las compras en Amazon. Dicen que a los trabajadores los rocían con desinfectante.

El silencio

La Ciudad de México es la quinta más poblada del mundo: viven más de ocho millones de personas. Casi la misma cantidad que en Nueva York. Si se suman los sesenta municipios de la zona metropolitana, sin embargo, la cantidad de gente sube a veintidós millones.

Ahora afuera hay un silencio delicioso y extraño. Delicioso es una palabra que acá tiene muchos más sentidos que allá. Cuando hablo con mis amigos argentinos y uso esa palabra para referirme a algo que no es comida me da vergüenza. Por ejemplo, cuando digo “qué calorcito delicioso”.

México, como les llaman todos acá, es una ciudad silenciosa. Sí, lo es. El transporte público funciona muy mal, entonces no hay colectivos aturdiendo las calles, como sí hay en casi todos los rincones de Buenos Aires. Además, las avenidas gigantes y autopistas de dos o tres pisos de altura están alejadas de los barrios. Es un valle rodeado de montañas, bosques y volcanes. No sólo está construida sobre islas, sino que los barrios que la componen eran pueblos que la Ciudad se fue devorando. Son islas que se conectan por avenidas gigantes. Por eso es que muchos barrios tienen su plaza principal y su iglesia y su vida tranquila de pueblo. Es más, se les llama “pueblos”. En méxico siempre hay sol al medio día y siempre llueve el la misma época del año, a las cinco de la tarde.

Viernes Santo en el mercado de mariscos “La Nueva Viga”. Fotografía: Santiago Arau

Mientras escribo a veces vibro para que no se despierte y whasappeo con otras mamás sobre aceites esenciales, la muerte de un suegro, la aspiradora robot, los despidos a mujeres embarazadas, la niñera que se saca toda la ropa en la puerta de la casa, la charla online sobre vibraciones positivas, dónde pedir verdura, coger después del parto, las cicatrices.

En México la gente es muy servicial y muy cínica y muy respetuosa de sus tradiciones mágicas. Nunca dicen que no. Y es imposible convencer a alguien que haga algo cuando le dijeron que eso no se hace. Hay un mercado gigante, enorme, que sólo es de brujería. Uno de los productos que más ha aumentado las ventas en los mercados en las últimas semanas es una vela anti coronavirus.

Los ruidos

Los ruidos vienen de los músicos ambulantes y de las ventas callejeras. Un hombre que camina por el medio de la calle vestido con un traje tradicional azteca. Tiene unas sonajas en los pies y una especie de flauta. Mientras baila hace música y los vecinos le tiran dinero por las ventanas y balcones. Un saxofonista se para en una esquina y toca algunos boleros famosos. O Las mañanitas, la canción de feliz cumpleaños de acá. Tres mariachis con tapabocas cantan sin micrófono La llorona. Cantan y tocan hasta que alguien sale a callarlos, a pagarles, o a disfrutar de su música.

No sé qué tienen las flores, Llorona,
las flores del campo santo.
No sé qué tienen las flores, Llorona,
las flores del campo santo.
Que cuando las mueve el viento, Llorona,
parece que están llorando.
Que cuando las mueve el viento, Llorona,
parece que están llorando.

Los vendedores pasan por las calles en decenas de versiones de carritos, bicicletas y camiones lanzando en todos los rincones distintas grabaciones en loop. Algunos venden cosas, otros compran. Algunos tienen voz, otros hacen un sonido. El camotero tiene una parrilla ambulante. Se para en una esquina y hace un sonido de tren, como un silbido muy agudo. Otros son silenciosos pero contribuyen al ruido general, como el coquero. Una de las letras que más me gusta dice: “Tenemos deliciosos bisquetes calientitos. Lévelos, no se quede con las ganas. Yo se los recomiendo”. Me gusta mucho porque recomienda que no nos quedemos con las ganas. Todas las tardes pasa a decirnos eso. Su recomendación.

Mi comida mexicana favorita es el chiles relleno. Me gustan tatemados y capeados. Tatemar es quemar el chile en el comal o en la hornalla y capear es hacer una milanesa con el chile. Nunca los cociné. Debería aprender. También debería soportar el llanto de mi hija. Existen en México más de sesenta variedades de chiles frescos. Los chiles que se rellenan son los poblanos. A veces vienen picosos y son para mí imposibles de comer. A veces no pican nada. Y otras un poco. Es agotador no saber qué te va a tocar. Es agotador no saber cómo ser madre y esposa y no enfermarse de coronavirus.

Fotografías: Santiago Arau
@santiago_arau

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2 pensamientos sobre “Chiles tatemados9 min read

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