por Libertad Fructuoso

En una escuela de Floresta conviven chicos con múltiples lenguas maternas, y viven a su manera la estructura social del barrio que aloja el mayor polo textil de la ciudad.

Nací en Irán, pero soy iraquí. Porque cuando tenés papás iraquíes en Irán sos iraquí– explicaba Emir en clase, el día en que los chicos contaban su biografía personal. –Mi papá se fue de Irak. Se escapó en un barco, junto a siete amigos, porque tenía orden de captura. Llegó acá – relata Emir como si irse de Irak condujera como primera opción natural a la Argentina- cuando el país estallaba, en 2001-2002. Estuvo tres años sin papeles; no sabía si le convenía sacarlos. Un día le dijeron “te los sacamos mañana” y él dijo: “no sin mis amigos…”. Desde el 2004 todos tienen papeles, por eso vivimos acá. Una vez casi nos vamos a Rosario, porque había unos paisanos amigos.

¿Qué es un paisano, Emir?-, le pregunta un compañero.
Alguien de tu país, que habla tu idioma.

La maestra acompaña su relato con comentarios: –Si es difícil cambiar de casa, imagínense de país, de olores, de ropa, de amigos…

Emir es el único, de esta clase de séptimo grado en el barrio porteño de Floresta, que tiene catorce años; pero parece de once o doce como el resto. Tiene tez mate, pestañas negras densas y ojos verde abismo; su cuerpo es pequeño, ligero, inquieto. Habla persa, árabe, español “y lunfardo”; según la maestra, “es un niño con cabeza de adulto”. Con su hermano Omar, que se sienta en la punta opuesta del aula y es calmo y aplicado, parecen mellizos; pero Omar tiene doce. La familia fue y vino de Irak cinco veces, y a Emir no le tomaron examen de equivalencia, por eso repitió. Le ofrecieron hacerle una prueba de nivelación y dijo que no: prefiero repetir yo mismo a que me hagan repetir. En clase habla hasta por los codos, con insurgencia y una contagiosa afectividad. De los doce alumnos, hay solo un tercero que habla árabe, el único que entiende cuando los hermanos Emir y Omar se hablan a los gritos de punta a punta del salón. Es un libanés recién migrado, hijo de funcionarios, que no habla nada de español.

Apenas algunas palabras en castellano, en cambio, hablan dos compañeritos coreanos. Los árabes les hablan palabras inglesas con dicción enfática: S a i l e n s, e s k i u s m i, s o r r i. Los dos coreanos vinieron a la Argentina a jugar al fútbol, con un adulto compatriota como tutor. Ni bien llegaron se probaron en Boca, pero el último club argentino triunfante en Lejano Oriente no los aceptó. Sí los aceptaron en las inferiores del Deportivo Español y empezaron a jugar. Tenían once años y vivían en un cuarto, también en Floresta, junto a otros nueve chicos futbolistas de Corea del Sur. Entrenaban todos los días, moviéndose siempre con el tutor. Se comunicaban con sus padres cada quince a través de sus tablets, para contarles cómo iba su vida profesional.

Al llegar los coreanos obviamente no tenían nombres en castellano, no hablaban una palabra local y saludaban agachando la cabeza. El coreano es una lengua peculiar: inventada en base a elementos del chino mandarín, se creó por decisión del Estado, bajo el mando del emperador Sejong el Grande; es una lengua sin familia. Parecido a como estaban estos pibes coreanos, jugando en Deportivo Español. Pero al par de meses empezaron la escuela.

Ahora, con cinco meses viviendo acá, Facundo entiende cuando se le habla despacio. Responde con monosílabos y frases cortas. El otro, Martín, pronuncia palabras sueltas: hola, chau, sí, no, gracias, fútbol, por favor. Acá en su aula de séptimo grado hay una nena que los ayuda: se llama Ana y es bilingüe porque nació y se crió acá con padres coreanos. En su casa se habla la lengua de la península, y en clase ella es la intérprete oficial, la lenguaraz, traduce en vivo las consignas a sus compañeros futbolistas. Si Ana falta, los chicos llaman al “suplente”, un chico -también coreano- de segundo año, que juega al fútbol y vive con ellos en el cuartito de Floresta, pero ya maneja mucho mejor el castellano. Facundo y Martín no participan oralmente, copian letra por letra del pizarrón; son hábiles y tenaces. En los trabajos grupales los compañeros los ayudan y ellos parecen disfrutar la colaboración, improvisan, atinan ideas. Ana se sienta cerca de ellos. Cuando Facundo, relatando su biografía, cuenta que en su equipo juega de 10, Emir lo interrumpe incontenible, para decir que “en Irak se jugaba al fútbol siempre, de día, de noche, hasta en la guerra”.

-A mi abuelo lo cargaban, le decían salame, porque su nombre se dice Sahalmed -cuenta Fernando, otro compañerito, otra vertiente de mundo en esta clase-. Mi mamá era descendiente de comechingones. Van a decir “¡Qué gracioso! Come-chingones” (Risas). Mi tatarabuelo fue el último cacique. (Maestra: –¡qué honor!). Mi abuela fue nieta de él. Tenía nueve hermanos. O sea fue hija entre ocho hijos más. Nueve hijos de una población extinta. (La maestra le dice: –¡Pero qué palabras usás… “población extinta”!). Mi papá es hijo de sirios-libaneses.– Otro alumno grita “turcos”, pero Fernando lo corrige:-No puede ser las dos cosas: los sirios-libaneses venían con pasaportes turcos, por eso se les empezó a decir “turcos”. Además mi papá era descendiente de Gabar Ab Nazar, de la Guerra de Seis Días. Y después tengo familia de todos lados: británicos, españoles… Tengo el té de las cinco. Bah… el mate de las cinco (risas).

Después vino el turno de Mara. Es oriunda de Cochabamba, Bolivia. Su mamá tenía un restaurante que se llamaba Machu Picchu. Acá, cuando no está en la escuela, la ayuda a cuidar a sus hermanitos en el taller de costura. Mara sabe, además de castellano, quechua, pero en el aula parece guardárselo; lo mismo hacen otras dos alumnas, una peruana y otra boliviana, que además de español hablan quechua y aymara respectivamente. En la presentación personal, compartida con el grupo, ninguna de ellas contó que era bilingüe; sólo por escrito lo contaron.

Este séptimo grado entonces se compone de dos chicas bolivianas, una peruana, dos coreanos, dos irakíes, un libanés, y, también, un nene paraguayo que habla castellano y guaraní, una chica brasileña bilingüe, y dos argentinos con el castellano como lengua materna, como Fernando. Doce chicos, ocho idiomas. Bueno, nueve: uno de los árabes habla también persa.

El aula es chica, modesta; las ventanas están al fondo y la luz refleja en el pizarrón, de modo que algunos chicos no leen bien lo que dice y se preguntan entre ellos; la clase se arma y desarma constantemente. Las sillas son diminutas y las mesas se llenan de útiles. Nadie permanece sentado largo tiempo. Pero por momentos las cabezas de los chicos se mimetizan y dibujan olas como en una tribuna. Leen lo que acaba de escribir la maestra en el pizarrón, acercan la mirada, la alejan, preguntan algo, miran todos a un lado para entender el chiste de la otra punta del aula. Testean la dispersión y cohesión del grupo con comentarios y risas… Todos hablan del lío de mudarse tanto. Emir comenta que nunca encuentra la ropa en su casa: para colmo el perro se come sus medias.


La escuela está a cuatro cuadras de Nazca y Avellaneda, en plena zona textil. Afuera está el barrio y adentro también. Los oficios en este mercado se reparten en buena medida por nacionalidad. A groso modo, los árabes y los judíos se dedican al diseño textil y a la fabricación de géneros; los bolivianos suelen ser trabajadores y propietarios de talleres textiles; los peruanos se abocan a la venta y reventa; los paraguayos trabajan de peones en los comercios; y los coreanos comercializan e importan productos en general. En las esquinas, senegaleses venden biyutería y anteojos.

Una imagen bella daba la última fiesta de la colectividad coreana. Allí, entre miles de personas consumiendo en docenas de puestos, se destacaban los bolivianos, paseando y degustando en familia, con conocimiento no despreciable de la cultura y códigos coreanos (en los cursos de coreano que dicta una universidad en Flores, asisten muchos bolivianos, a veces con el arancel pagado por sus empleadores coreanos); eran anfitriones, habitando la calle en una posición de ciudadanía plena que el racismo y la xenofobía que pueblan Buenos Aires les suele negar.

La escuela, no obstante, organiza las cosas de otro modo que la calle. Es una escuela privada árabe, pero evidentemente abierta al multiculturalismo. Lo que no significa que todo en ella sea simple ni fluido. Yo quería entrevistar al director de estudios, pero no contestaba los mails. Por eso averigüé para entrevistar al director de lenguas. Habla árabe únicamente, y su asistente ofició de traductora. En la puerta de su despacho, un cartel (una impresión plastificada) dice “Dirección de lenguas” y abajo una frase en árabe; al costado, una hoja pegada en la pared reza, en árabe y español, “La noche del decreto es mejor que mil meses”. Una frase del Corán.

La oficina no tiene ventanas al exterior, la ilumina un tubo tenue y frío; un cuadro avejentado y sin vidrio retrata una mezquita. Por cada soliloquio de cinco continuos minutos del Director de Estudios Árabes, la traductora dice cinco palabras. No pude sacar nada en limpio. Entonces le pedí a ella conversar un poco, porque también había vivido afuera, en Líbano. Con aseveraciones tajantes, se mostraba furiosa con el sistema educativo argentino. Hablaba de la escuela local como si fuera la responsable de sus idas y venidas al Líbano con su hija a cuestas. Nosotros vivimos en Argentina y cuando mi hija tenía cuatro años nos fuimos al Líbano, mi hija empezó grande el… no sé cómo se dice acá la “ecole-maternelle” -dijo en francés cerrado y elevando la voz como clarinete; me extrañó que, trabajando en una escuela con jardín, no supiera la palabra “preescolar”-. Acá hablaba español, pero allá aprendió a hablar y a escribir en árabe, a hacer cuentas matemáticas ya a los cinco años. Entonces nos volvimos a Argentina, y se estancó. El método de acá es muy lento. La propia escuela los quiere estancar.

-Quizás también le impactó la vuelta, la mudanza, el ambiente socioafectivo -tercié, a ver si hablaba de la migración-. Sí, sí, podría ser, pero no, no -rechazó. Hizo una mueca vertiginosa mientras acomodaba un bloc de hojas: la entrevista había terminado. La burka se le movió apenas en la conversación, y no llegué a ver el color de su pelo.

Las migraciones vienen con resentimientos, encuentros, abandonos, desalojos, peleas de madres y padres, madres e hijos, separaciones y amistades… En sala de profesores pululan rumores y rotulaciones: “pobrecito tal”, “lo llevan como bolsa de papa de un país al otro”, “la madre huyó de su país para escaparse del padre”, “a esos chicos los desalojaron, los vimos con sus cosas haciendo la mudanza a pie”, frases-síntoma de la desorientación de los adultos en una escena tan compleja.

La segunda vez que fui, los chicos se entusiasmaron con el tema de los idiomas, y entonces les propuse que diseñáramos entre todos una investigación sobre el multilingüismo. De inmediato se mostraron excitados y alegres. Mil ideas y debates cundieron con lapiceras empuñadas. Se tomaban tiempo, hablaban por lo bajo, discutían, se escuchaban atentos los unos a los otros.

Salir a la calle y observar” se impuso como moción unánime. –“Hay que salir a la calle, porque ahí se ve todo”, afirmaban. “Mirar a la gente, y cuando ves que hablan una lengua distinta, te acercás y les preguntás”.

Pero no existe una idea desprovista de imágenes y enseguida aparecieron algunos fantasmas en la percepción de los chicos. Empezó con el quechua. Ana, la traductora de español-coreano dijo que si ves a alguien hablando quechua en la calle no conviene ir a preguntarle como al resto, porque si está hablando quechua delante tuyo que hablás español, es porque está escondiendo algo.

En cambio, dice Ana, “si ves a dos coreanos hablando entre sí en su lengua es obvio que es porque no hablan español”.

Les pregunté a todos qué pensaban. Mara (una de las chicas bolivianas) dijo que a ella, todo lo contrario: le suena “sospechoso” el idioma coreano. Incluso le parece que “siempre están insultando”, por el tono que usan. Para ella el coreano es una lengua “violenta y gritona”.

La hipótesis conspirativa derribaba a la identitaria y en este momento se dispararon estereotipos y racismos. “Bolita, paragua, chinchulín, salame”. Quizá una batalla discursiva que ponía en escena el entramado de violencias y dominaciones de la economía barrial. Sin embargo, la dinámica de la discusión era horizontal, todos eran iguales en la capacidad de decir y recibir chistes xénofobos, y ponía en movimiento lugares comunes que afuera están mucho más asentados. Las jerarquías de la escala social aparecen entre los chicos pero plásticas, como materia que puede ponerse en juego.


Escritura chiquita

por Silvia Duschatzky

Leo una y otra vez el texto que nos envía Liber. Podríamos decir que se trata de un escrito sobre el multiculturalismo en la escuela y en el barrio. Y entonces se nos perdería su fuerza. Leo y resalto esas frases que apenas insinúan, esas imágenes que delatan la complicidad de la narradora cuando se detiene en el desliz de la burka y su tentativa fallida de espiar el cabello que asoma tímidamente. Me captura el sonido de algunas palabras (atinan ideas) y en simultáneo imagino la escuela como un zoom que en los detalles captura historias de migrantes y vidas que emergen en las mezclas que ofrece un terreno extraño. La escritura revela a esos “otros” que vienen de latitudes lejanas, pero el modo de aproximación nos deja pensando que más que otro folklorizado, lo que habría es un magma de diferenciaciones que escapan a la noción identitaria. Tal vez se trate de extranjerizar la mirada en el aula haciendo emerger lo inesperado. Extranjerías como un cuerpo en estado de asombro, extranjerías para la mirada escolarizante encerrada en jergas en las que no hay nadie. Extranjerías para un punto de vista escolar que no se detiene en “la banalidad” de la cosas. Extranjería para un lenguaje que desprecia los aconteceres cargados de afectividades.

Probemos escribir la escuela no como sustantivo ni espacio sino como tiempo de “azares” y trazados que dejan ver materialidades sensibles en el medio de proximidades involuntarias. Escrituras chiquitas para encontrarnos con grandes problemas

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One thought on “Perdidos en Floresta

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