No hay escuela en su nombre sino en su relación

Se suele empezar por los nombres, los nombres que designan. Quisiera probar un atajo. No es el nombre lo que despertó mi atención. Tal vez porque decía demasiado. O pronunciaba una posición enfáticamente. Ética.

Escuela Territorio Insurgencia Camino Andado.

Sabemos qué designa “escuela”, pero unida a “territorio” es un enigma y empalmada con “insurgencia” podría arrimar un sentido que luego fuga cuando se une a “camino andado”.

No podría situar un principio. Ética surge en el medio de una efervescencia situada. La escuela, ésta escuela, rompe lo que pareció ser el sino de las instituciones; un proyecto fundacional amasado por un aparato estatal que imaginaba los dispositivos que harían efectiva una vida social en común.

Villa Alberdi es un barrio periférico de Rosario. De esos extensos terrenos que tocan el corazón de los emprendimientos inmobiliarios que se llevan puestas malezas o moradas (da igual).

En este caso y movida barrial mediante se logra frenar el plan de construcción de barrios privados en la zona, y se abre o profundiza un proceso de construcción territorial.

La escuela no es un hito fundacional, sólo una experiencia más que se suma a otras tantas iniciativas –un tambo, una radio, un centro de formación digital- que diseñan un trazado de gestión social colectiva.

La escuela devino. Devenir más que proceder. Devenir de un estado de lucha y experimentación, devenir de una percepción que olfatea potencias de agrupamiento y experimentación que toman la forma de “escuela”. Devenir sin la autoría de un órgano trascendente y devenir porque no aspira a concluirse en formatos acabados.

Entonces sin finalidad y en un movimiento incierto “escuela” es por ahora figura indeterminada. Escuela es aquello que hilvanado de un modo singular da a pensar.

Decir escuela a secas parece no ser suficiente, aunque lo desmienta una historia que confirmaría que su sólo nombre lo dice todo. Esta experiencia nos empuja a perforar un término con su pretensión de significación para hilvanarlo con otros. No alcanza con decir “escuela”, es necesaria una inflexión enunciativa que exprese una forma de hacerla.

Lo que se enuncia es lo que se vive y lo que se vive pide otros modos de nombrar. Por eso no se trata del nombre de una escuela, sino de una escuela dicha en un juego lingüístico que desafía los cánones de vida social y de la educación formalizada. Ética, más que la declamación de una nueva “moralidad”, puede ser leída como el gesto que se afirma en la idea-experiencia de un continuo.

El gesto es aquí la producción de un pensamiento que enuncia que la escuela hace sentido en la medida en que permanece abierta a un mundo de relaciones. Escuela es territorio que a su vez no es espacio sino tiempo de rebelión que no es guerra sino camino que no es línea sino proceso que transcurre movido por problemas que piden ser investigados.

Que una palabra necesite de otras no subordinadas para componerse en un decir, implica una radicalización del lenguaje. Lenguaje nacido de experiencias y experiencias que hacen lenguaje. El lenguaje es lo que hace y no lo que significa. Que no alcance decir escuela para nombrar una experiencia sino que necesite asociarse con territorio, insurgencia y camino andado, da cuenta que la escuela no es un término pleno (como no lo es ninguno).

Sospecho que territorio, insurgencia y camino andado no son nombres de identidad sino balbuceos que toman el lenguaje accesible y afín a un sentir. Podrían mutar, podrían ser otros. Lo que se escucha, más que una declaración ideológica colmada en una retórica del sentido, es el gesto de hacer estallar la interpretación de un significante, cuya sola pronunciación alcanzaría para representarlo.

 

La escuela es sólo en relación y esa relación singular es lo que proporciona un juego de sentidos.

Es de noche y la ciudad de Rosario en su epicentro urbano va quedando atrás mientras nos aproximamos a su periferia. Cada vez más tenue, la iluminación ahora depende de los faros del auto en el que nos dirigimos al barrio.

Ustedes los porteños le dicen villa, entre nosotros no suena bien. Se refieren a ciertos enclaves pauperizados, construidos casi por prepotencia de vidas que no fueron alojadas en el diseño modernizante de las ciudades.

Intento conocer algo más de la experiencia, pero mis preguntas son fallidas volviendo el intercambio un lugar de cosas demasiada dichas que poco dicen. Hablan de autogestión, ningún indicio de violencia ni deserción…. Datos estrechos a preguntas clicheteadas.

Llegamos a una “casa”, precaria, sencilla, situada en una calle escasamente alumbrada.

Ingresamos por un pasillo lateral y por esa cosa loca de las imágenes que nos asaltan sin pedir permiso recuerdo el sitio en el que Rodolfo Walsh pasó sus días de clandestinidad.

Los tiempos se confunden en mi cuerpo y lo que creía pasado brota confusamente emocionado. No es la casa en su despojo y arquitectura mínima que se confunde en un vecindario austero, lo que me evoca la morada de Walsh, sino el mundo que se afirma en una intimidad política. El presente inventa el pasado dice Meschonnic. Nuevamente un continuo, una afectividad “combativa” que ahora no combate pero guarda su impulso en el arrojo decidido de probar otros modos de existencia.

Quienes gestan esta escuela se resisten a vivir separados de sus fuerzas y entonces las ponen a prueba; haciendo tambo, radio, escuela; que es mucho más que una diversidad de unidades productivas, mediáticas o escolares.

En el patio trasero, una habitación hace el “lugar” de aula. Largas mesas improvisadas con tablones reúnen a unos cuantos estudiantes de distintas edades. A la entrada un cochecito con un bebé durmiendo extrañan la escena escolar. Miro a mi alrededor tratando de ubicar al docente. Cuando creo haberlo pescado, algo me dice que no lo era. Al frente un pizarrón expone frases de geografía. Nada muy distinto de lo que podríamos leer en cualquier escuela.

Muy concentrados trabajan en sus carpetas, escriben, se consultan, se ríen… no quieren salir al recreo: “estamos trabajando”, dice alguien justificando su decisión de permanecer ahí.

El pizarrón exhibe enunciados que describen el tiempo como una línea y algunas otras apreciaciones que podríamos filiar en una concepción fragmentaria de la temporalidad.

Algo pasa de espaldas al pizarrón, en ese cuarto en el que se amuchan varios cuerpos.

Estamos trabajando… no queremos salir al “recreo”. Y entonces no importa tanto la materia -geografía escolar- sino lo que se arma con materialidades afectivas que se activan. Circulan espesuras en esas relaciones que no se dejan leer a través de códigos de sentido.

Algo se cuela de la letra escrita en la pizarra y arma texturas, intensidades, atmósferas no formalizados que hacen a una temporalidad compartida y difícil de clasificar.

Las cosas no están “escritas” para ofrecernos un sentido, apenas están ahí para ser pensadas.

La estantería mental de la pedagogía crítica se cae a pedazos. Creer en exceso en el “mensaje”, comprar la lógica de la significación se presentan como los grandes obstáculos. Ya lo decía Freud: la verdad no aparece nunca donde se la espera y en caso de hablar desentona.

Si me quedara presa de los textos escritos en la pizarra no vería nada, si buscara en las fotocopias el sentido de esa pedagogía lejos muy lejos estaría de acercarme al valor de esa experiencia.

Hay un lenguaje en otra parte. Me pregunto si la pedagogía como lenguaje se reduce a los supuestos significados de lo que se enuncia. ¿No habría un lenguaje en esos cuerpos agrupados en torno de alguna cosa que permanece oculta al entendimiento?

Y entonces el pizarrón, símbolo de que hay escuela no es más que un artificio desimbolizado, que presta utilidades concretas. Ese cuarto que hace las veces de aula, no lo es por su pizarra, ni por las fotocopias distribuidas, ni por la presencia de un maestro o de alumnos, ni por los fragmentos escritos en el frente, ni por el acto de copiarlos. Lo que lo hace “escuela” es la atmósfera, la concentración, la interlocución, la risa, las miradas periféricamente atentas.

La escuela vive en un clima de intercambio y pregunta no formulada retóricamente. Hay pregunta en un estar que no deserta. Y hay escuela en la deserción de sus formas anquilosadas.

Algunos datos que sólo ayudan a componer el mapa, no más que eso: la decisiones se toman en asamblea, no hay directores y a pesar de no haber obtenido aún el reconocimiento oficial, nadie falta; ni maestros ni estudiantes. Hace más de cuatro años que esta escuela no registra ausencias. Casi cinco años de crecimiento.

Me sigo preguntando ¿qué la hace escuela?

No es la reverberancia de una imagen de educación popular favorecida por esa intimidad aguerrida y una fraternidad que se respira entre jóvenes profesores y heterogéneas generaciones de estudiantes. Lo que la hace escuela es que en el acto de repetirse brota una diferencia. Volver uno y otro día no es obligación. Volver uno y otro día no es dato menor. Y mucho menos cuando se vuelve o se habita una experiencia de pensamiento grupal y un modo abierto y problematizante de funcionamiento. Lo que la hace escuela – singular- es su relación con el tiempo. Escuela que inventa el tiempo, que lo hace experiencia eternamente “presente” (no actual) y no profecía desencarnada de un futuro que nunca llega.

Lo que la hace escuela es la exigencia mutua de trabajar diariamente con materias vivas que vibran no en las anécdotas o particularidades de sus habitantes sino en la vitalidad de una existencia inacabada y en un modo de interrogación que va esbozando un sentir común que hace a una comunidad sin atributos, una comunidad por venir que no realiza un absoluto comunitario.

En las escuelas de directores les preocupa lo que tenemos que saber, aquí sabemos que somos capaces de saber, dice Juancito cuando compartimos la presentación del libro Des-armando escuelas, organizada por la Ética en Distrito VII, antiguo cine y hoy bar rosarino gestionado por Giros1Giros; colectivo político de Rosario y vector convocante en la creación de la escuela.

 

Volvamos al relato de la cotidianeidad de la escuela, retornemos a ese día al que llegué casi azarosamente sin ningún prolegómeno organizativo… Al cabo de un rato salimos al patio y ese clima íntimo se propaga ahora con más gente, otros profes, otros estudiantes. Hay algo en común entre ellos.

Entre el aula y el patio hay una puerta que los separa y sin embargo se trata de lo mismo. El recreo no es el cese del trabajo, no opera como distinción entre tiempo de descanso y tiempo de obligación. Se trata más bien de momentos continuos, lo que los une es la “verdad” de lo que acontece en un tiempo indistinto.

Y esa verdad no es del orden del buen sentido, de lo que se opone a la mentira o a la falsedad. Esa verdad es lo que se distingue del simulacro. Esa verdad está dada por el problema que da consistencia a la experiencia de hacer escuela. La verdad es aquí creación de valor. Es verdad lo que tiene existencia o mejor lo que da forma nueva a la existencia social.

Una de las compañeras-estudiantes (como se llaman entre ellos) que ronda los 30 años me dice: antes de venir acá no sabía pensar mis problemas. Estaba siempre nerviosa, creía que lo que me pasaba era sólo cosa de mi vida.

Creación de valor. En una de las salas están discutiendo sobre la salud. Cada uno cuenta con una fotocopia en la que logro ver cuadros de doble entrada. Salud tecnocrática, neoliberal de un lado…no alcanzo a distinguir qué dice del otro. Me llama la atención un instante singular de la charla. Hasta el momento la cosa navegaba por los ejemplos que constatan una y otra vez la precariedad sanitaria extrema y la desmentida de tanta propaganda mediática, “concientizadora” dirigida a las familias en pos de la higiene, vacunación etc., mientras las aguas contaminadas y la basura contaminante siguen poblando el paisaje

Esto que hacemos acá, ésta escuela, ¿no es salud?, acota una estudiante bastante mayor.

 

Dicen que no es recomendable cerrar un texto con una frase de autoría ajena. No lo puedo evitar. Jean Luc Godard lo dice todo en el siguiente fragmento.

¿Cómo decir lo que pasó? ¿Por qué todos los signos que están entre nosotros terminan por hacerme dudar del lenguaje y me inundan de significación ahogando lo real en lugar de liberarlo de lo imaginario?

La ÉTICA no es una experiencia ejemplificadora, no es sólo una política menor que hace mundo, es también un golpe al corazón de un lenguaje que perdió el alma cuando se separó del cuerpo del sentir.

Share on FacebookTweet about this on TwitterShare on Google+Email this to someone

Notas   [ + ]

1. Giros; colectivo político de Rosario y vector convocante en la creación de la escuela

1 Comment

Comments are closed.