por Silvia Duschatzky
1. Choques
Juan muerde a Lian…Sucede apenas ingresan los niños a la sala. La maestra baraja el caos de la entrada. Instante en que casualmente está de espalda al hecho. Mirá boluda ¿no ves que está mordiendo a mi hijo? grita desaforada la cafetera. Ella, la mamá de Lian, vende café en la zona de Warnes del barrio Chacarita, próxima a la estación de tren. María tiene cuatro hijos, su marido está en cana. Por las tardes alguien la vió en la puerta del Chino tomando birra con unos chabones. Vanina, la directora, intenta calmar la situación. María está ofuscada y grita por doquier. Su cuerpo aguerrido despliega ampulosos ademanes que atemorizan a la directora. Ella la invita a la dirección mientras tiembla frente a esa madre que parece presta a trompearla.
Le explica que a esa edad los chiquitos muerden, no sólo…pero también. Sus cuerpos funcionan como sensores del mundo. Tocan, golpean, drenan todo tipo de fluidos corporales, buscan otros cuerpos, caricias, abrazos. Llantos, risas y balbuceos brotan a des-tiempo para la lógica escolar. María en la dirección comienza lentamente a calmarse, en algún momento se seca torpemente alguna lágrima…no estoy llorando, yo no lloro. La fragilidad asusta cuando la vida se presenta hostil y exige dureza para sobrevivir.
Mientras charlamos con Fernanda y Vanina no para de abrirse la puerta de la dirección. Interrupciones varias no alteran a las coordinadoras, más bien despliegan una curiosa habilidad para registrar lo que viene y anudarlo a una charla sinuosa. Me voy acostumbrando a esta dinámica que comienza a resultarme una señal de la singularidad porosa de este jardín.
Se abre nuevamente la puerta pero esta vez quien lo hace reclama la atención de Vanina y Fernanda. Ya llegaron, sola no puedo…no es por el horario. Venga alguna, sola no puedo. La maestra reclama la presencia de una de ellas para la entrevista con unos papás. Me extraña la palabra entrevista, como si el uso de un lenguaje formalizado resultara “fuera de lugar”…El dispositivo entrevista carga con mucho supuesto: código de intercambio compartido, confianza desmedida en la comunicación, diferencial de posiciones parlantes.
Gombrowitz reflexiona sobre la cultura…dice algo inconveniente: la cultura es el instrumento favorito con que la cáfila de letrados se construye una desesperada y mediocre realidad a su medida, dada su ineptitud para abrirse paso en la selva espiritual que significa ser humano. Y continúa. Si yo, hablando con Fulano, trato siempre de ser lo mejor educado posible y él hace lo mismo respecto de mí, nuestra conversación pronto se volverá tan bien educada que terminaremos por sentirnos muy molestos.
No puede hablar así la mamá de Lian; en la escuela no se habla de ese modo, comenta indignada, o tal vez asustada, una maestra. Sin embargo, parece que sí se puede; ella habla así…es su modo habitual, su manera -tal vez- de ponerle el pecho a la “guerra” cotidiana o al mismo tiempo de tener a raya a la vulnerabilidad. La crudeza de estos tiempos parece soportarse con la guardia alta. También lxs maestrxs exhiben protecciones defensivas cuando apelan a las certezas de una moral pedagógica. La gramática socializante impide la reinvención de la pedagogía, y las distancias se ensanchan y la energía se agota.
Comparto este escrito con un amigo y muy atinadamente suma este párrafo: Guardia alta, momento clave. La guardia alta de la mamá de Lian la lleva consigo, la tiene que inventar, seguramente la vio en otras y otros pero el guión y las formas son singulares. En cambio, la moral pedagógica es un mecanismo de defensa ya estandarizado, por lo cual ante la misma vulnerabilidad, la de los maestros y la de la mamá de Lian, los maestros al menos pueden escudarse en algo. Y cuando lo hacen, cuando se escudan, se agranda la distancia entre seres que en definitiva son muy próximos. Los aproxima, en todo caso, esa vulnerabilidad.
Me quedo pensando en los cuerpos; comparto con Vanina impresiones caóticas en torno de esta imagen. El “cuerpo” en este jardín se expone como una materialidad viva. Imposible cazar el tono de esta escuela, su funcionamiento, sus derivas, sus zonas problemáticas a expensas de pensar el cuerpo como el “mecanismo” que sostiene una dinámica inacabada. Cuerpos que se exponen a todas vistas y que se sombrean al mismo tiempo. Cuerpo urgente y cuerpo que sin formular las preguntas se interroga como inquietud que se balbucea confusamente.
Cuerpos de maestros con rastas, cuerpos que ingresan intempestivamente y sin permiso a la dirección, cuerpos de niños que duermen al lado nuestro mientras conversamos, “cuerpos” que deciden armar roperos comunitarios en tiempos en los que la precariedad avanza huracanada, cuerpos de directoras corriendo con guitarra en mano para hacerse cargo de las salas en las que se ausentan maestrxs, cuerpos enérgicos y temblorosos improvisando intervenciones en situaciones tensas. Cuerpos de escrituras que padres y madres deslizan sobre los pañuelos blancos de las Madres (impresos en papel), mientras acompañan el período de adaptación de sus hijos. Cuerpos disponibles frente al pedido urgente de una maestra para conversar con unos papás. Cuerpos de lecturas infantiles escritos por travestis. Cuerpos de músicas que escuchan los niños pero que exceden las clasificaciones con las que se menosprecia la sensibilidad de la infancia.
Cuerpos que, lejos de un automatismo gestionario, envuelven un pensamiento en cada uno de estos gestos. ¿Y qué piensa ese cuerpo? ¿Cuál es su politicidad? ¿En qué lengua se inscribe o se escribe? ¿Qué preguntas se hace?
Suma Pablo Rodriguez: acá, en el cuerpo, aparecería lo otro de esa moral pedagógica que funciona como escudo. O sea, esos cuerpos con rastas, intervenidos, mezclados no compatibilizan con el “cuerpo” escolar que paradójicamente no habita la escuela. Siempre puede haber una tensión entre el cuerpo que dice otra cosa que lo que pide la moral, simplemente porque esa moral ya no llega a ningún cuerpo.
¿Qué le pasa al cuerpo en el exceso de inmediatez, qué le pasa cuando la velocidad del movimiento y las urgencias le restan la ralentización que necesita el pensamiento? Y al mismo tiempo, ¿qué potencia envuelve a los reflejos que están ahí, en la llamada del instante? Una de las coordinadoras acude al llamado de una maestra que no puede sola. En el medio del relato comenta que a la docente le preocupa que los papás comprendan el “encuadre”. ¿No será que la impotencia es del encuadre? ¿No será que la demanda de la presencia directiva encubre la pregunta por la brecha que se impone cuando el encuadre reemplaza a la escucha?
El cuerpo no es lo que portamos. Es innegable que esta materialidad física, que se siente, se huele, se traslada, se emociona, exuda, habla y se manifiesta sensitivamente, es un cuerpo. Pero el cuerpo que nos interesa no es ese del funcionamiento en automático (automático es el movimiento desafectado, no el repentino). El cuerpo que nos interesa es el que escucha, el que interrumpe la vorágine aunque no la abandona, el que “lee” contraevidencias, el que perfora inercias. El cuerpo que queremos pensar es el que se pregunta por aquello que no entiende. Ese que trabaja en (con) las capas sensibles aproximando, tentando gestos, palabras, actos. El cuerpo que deseamos investigar es el de las mutaciones que se efectúan como efecto de choques involuntarios.
Habría un supuesto que necesitamos abandonar; el pensamiento no acontece en escenarios “adecuados” a una actividad que se imagina separada del traqueteo del vivir; libros a la vista, especialistas ofreciendo interpretaciones, calma en el ambiente, interferencias controladas. Una buena idea, una buena pregunta puede acontecer en el medio de las corridas, en lo intempestivo del tiempo. ¿Y cómo advertirlo? Una nueva serenidad, una nueva angustia recuerdo haber leído en Deleuze. Otro tono en las reacciones, otra percepción, otras maneras de recibir lo que nos pasa. Emociones que no se anquilosan, problemas que se desplazan.
Pensemos esto: habría distintas velocidades corpóreas; ritmos urgentes, inmediatos, intempestivos, mecanizados, reiterados, visionarios, reverberantes, decididos, plásticos, contagiosos, diferenciables. Ninguno es excluyente, más bien se trata de temporalidades coextensivas. La cuestión es mantener viva la pregunta; qué hacemos cuando hacemos lo que hacemos. Qué queda resonando en nosotros, en el ambiente, en los vínculos.
¿Y por qué el cuerpo puede ser un vector de investigación de “esto” que reúne niños, maestrxs, papás, mamás, abuelos, cocineras, asistentes, vecinos? Me animo a usar el nosotros aunque mi presencia no resulte cotidiana allí dado que todo lo que nos hace pensar nos compete. Un común que fuera de toda corporación se teje en problemas afines.
Pensemos que una escuela no es lo que la define, sino lo que la excede. En principio porque el ser de todas las cosas existe en movimiento, y como tal sólo podemos vivirlo, pensarlo, expandirlo, problematizarlo…no así predecirlo, manipularlo. La escuela sería entonces o se bosquejaría en su devenir, en sus procesos de tomar formas. Si una escuela fuera una definición, una mera representación, no necesitaríamos de ninguna constatación sensible que la verifique o la ponga en cuestión.
El exceso no es lo que sobra, ni siquiera lo que nos abruma porque desborda nuestra función, la tarea programada, un universo de expectativas. El exceso no serían los padres que llegan a cualquier hora, los pibes que muerden, las mamás enojadas, los papás o mamás que abandonan, los pibes llorosos, los maestros huidizos a las normas, las tensiones entre compañeros, el cansancio. El exceso es una reserva de devenir, de diferenciación, de derivas. Entonces flota en todas estas situaciones, pero no como dato, no como anécdota y menos como interpretación, sino como fuerza que, vinculada a otras fuerzas (propensiones), efectúan algo imprevisto que altera en algún grado los modos de estar juntos.
¿Qué fue lo que hizo que Vanina se acercara a la sala en el momento de alta tensión entre una mamá y la maestra frente al pibe mordido? ¿Cómo se pasó de un estado anímico a otro? ¿Cómo pensar el contraste entre un cuerpo “al ataque” y un cuerpo (el mismo y otro) que solicita que desde ahora los intercambios sólo serán mediante el cuaderno de comunicaciones?
Reglas de juego puestas por una madre “en llamas” no son un exceso a corregir sino afectividades a pensar en relación a lo que provoca en sus interlocutores “educativos”.
Pensar la escuela como cuerpo, entonces, es no sólo admitir que lo es por su potencia de mutación sino porque siendo así nada sabemos separados de las afecciones que nos toman.
Necesitamos investigar qué lengua hace de la escuela un proceso de instauración de formas inacabadas.
Esas formas surgirán cuando haya una asunción de la distancia entre el cuerpo y la moral, entre el encuadre y la escucha, cuando se sienta la tensión como insoportable pero tramitada por las mismas personas, no por las instituciones, con todo lo problemático que eso sea.
2. ¿Y yo qué tengo que ver?
Ulises en la reja
La mamá, apurada, deja la mochila, la campera, el cochecito y al niño. Su mañana suena complicada. Sale raudamente y Ulises se prende a la reja “chau mamá”…se repite como ritornello a las 8, a las 10 o a las 12 del mediodía…“chau mamá”…Llora agudo, llora hasta que una maestra dice no con su cabeza. Lo alzo, le hago upa, no sé si sólo a Ulises sino también a la maestra, comenta la directora.
Rancheo de patio
Los nenes se mueven con velocidad, caen y chocan…Se levantan, siguen deambulando o el golpe los detiene. Veo a lxs maestrxs lejos, a mucha distancia. Lo digo cada tanto, nada cambia…
Están lejos, si alguien está por caer no llegás, es una cuestión de sentido común. Algunos de lxs maestrxs están de pié, otros sentados sobre las mantitas.
Echarse en las mantitas de las tejedoras es casi una atracción fatal…Mientras tanto, una madera vuela y golpea en la frente de un nene, sangra, llora… La maestra reacciona, se levanta, acude…ya era tarde.
¿Cada hecho exige una respuesta particular? Ulises en la reja y el rancheo de patio describen asuntos distintos. ¿Tan distintos? Sospecho que navegan en el mismo plano de problemas.
Adelanto una hipótesis: el problema no está en la detonación de lo inesperado o lo indeseable. Tampoco en la identificación de un protagonista considerado aisladamente ni de un hecho que lo resume todo. Una lectura situacional no supone clasificar casos, y en consecuencia, soluciones particulares. El problema en su singularidad comienza a delinearse cuando nos encontrarnos todos ahí, experimentando variaciones afectivas, perceptivas, prácticas. No es igual estar en problemas que en posición de evitarlos. No es igual sentirnos en problemas que llamados a resolver los de otros (niños, padres etc). El problema no es uno al que todos nos debemos.
Ulises se angustia cuando su mamá desaparece velozmente, la maestra se angustia cuando no puede calmarlo, la directora se angustia cuando cae sobre ella todo el peso de la situación. Lxs maestrxs se angustian cuando llegan tarde al golpe de uno de los nenes. Los nenes padecen el golpe.
¿Cómo hacer para que la mamá se tome un tiempo para retirarse, para que Ulises la deje ir sabiendo que sólo es por un rato, para que los que lo reciban sostengan una afectividad que lo aloje…para que las ganas de quedarse en el jardín amparen tanto como la presencia de la mamá? Cuestiones de hecho consideradas en la práctica habitual del jardín. ¿Cómo hacer para que la estadía con niños pequeños despierte una poderosa curiosidad en lxs maestrxs?
Algo pide seguir dando vuelta….
Hay un niño que llora, una maestra desconcertada, una mamá que se apura. Cada uno en un grado de afección singular pero todos tomados por una emoción inquietante. Si bien no desconocemos la diferencia de recursos y poderes entre adulto y niño pequeño, no hay trama posible, mutación a efectuarse si opacamos los malestares, percepciones, afectividades, deseos en juego por todos los que se ven tomados por una situación .
¿Cómo hacerle lugar al desamparo de una mamá? ¿De qué se trata ser madre en un tiempo de agobios múltiples? ¿Qué le pasa a una maestra cuando se enfrenta a un llanto desesperado de un niño? ¿Qué desespera más? ¿el llanto o la esterilidad de la pedagogía o la psicología? ¿Qué activa las ganas de estar ahí, investigando juntos (niñxs, maestrxs, padres, madres, amigxs) lo que puede un tiempo de juego compartido, lo que pueden las proximidades cuando los códigos ya nos las vinculan?
Vayamos a la ranchada. Para lxs maestrxs no hay aún un problema. Hasta ahora sólo lo carga la directora que percibe criteriosamente una necesidad de intensificar los cuidados. ¿Maestros cinco horas con niños pequeños necesitarán un respiro? ¿Una proximidad entre pares? Cada problema tiene la solución que merece su formulación, insiste Deleuze. Y la formulación no está planteada en todas sus dimensiones si ya sabemos que el problema se reduce a lo que deseamos evitar.
Si el problema no es también de lxs maestrxs, aún no estamos en problemas. Pero el problema de lxs maestrxs no se agota en el cuidado hacia los niños. ¿Puede unx maestrx estar al pie del cañón cinco horas ininterrumpidas, albergando la energía arrolladora de niños pequeños? ¿Cómo crear temporalidades de juego que alberguen un deseo investigativo en lxs maestrxs?
La escuela como cuerpo necesita reinventarse. Ya no la redentora institución cuyo destinatarios son en exclusiva los niños. Ya no la función que se sostiene sobre maestrxs aguerridos y voluntariosos. Ya no la escuela que supone códigos compartidos entre actores escolares y familias. Una madre, decía Ignacio Lewkowicz, puede ser “suficientemente buena” en un reino suficientemente bueno. Una maestra, un maestro pueden ser “suficientemente previsibles” en un suelo en el que los niños se prestan fácil al moldeado.
Una directora puede ser lo eficazmente esperable en un terreno de jerarquías operando.
La novedad es que la vulnerabilidad no reconoce diferencias. Frágil el niño, frágil el adulto insistía Lewkowicz. La vulnerabilidad no siendo fragilidad hace de la escuela un terreno propicio para tomar nota de las afecciones múltiples y extraer de ahí las preguntas a investigar. La vida como investigación de lo que podemos hace a la escuela cuerpo más que institución.
La escuela cuerpo es la “solución”, el desplazamiento de una escuela de roles y funciones, de interacciones entre seres ya establecidos, ya individuados, a una escuela que se efectúa en una dinámica colectiva que carece de premisa comunitaria y de finalidad a alcanzar. En este plano no es el niño en tanto sujeto predecible el que entra en contacto con un docente estructurado en torno de un saber y un rol. No es la madre o el padre los que interactúan con agentes educativos, cada uno de ellos considerados individuos anudados a su función. Se trata de encontrar eso que Muriel Combes llama lo más íntimo de nosotros, lo que experimentado bajo un signo de singularidad pertenece menos a una esfera privada que a un terreno impersonal y de relación. Lo colectivo, sin finalidad, sin premisa, sin corporación, sin muchedumbre, sin pretensión de Todo, se va gestando en la escucha de esos flujos de afectos que hacen de todos seres inconclusos.
Lo real de la escuela se materializa más en la resonancia de los actos entre sí que en la relación causal entre los términos de una estructura. No es a través de normas implícitas o explícitas que se efectúa lo colectivo sino en la escucha de la reserva de una potencia de diferenciación común a todo lo que “es”.
La lengua de la escuela-cuerpo es la que piensa las afecciones que tocan a todos los próximos. No los sentimientos eminentemente personales, sino eso que nos hace devenir maestrxs, madres, padres, niños, escuela.

Fotos por Lara Seijas