por Jerôme Roger

[…] y habrá siempre hombre en la ciencia humana.
Honoré de Balzac (1830)

De las ideas preconcebidas sobre los libros de Henri Meschonnic, se conocen las que más circulan: “No lean los poemas, es un ensayista o/ y no lean los ensayos, es un poeta – con la variante más reciente: no lean las traducciones, es un poeta…” ¿Porqué estos casilleros?: “Es que no se quiere ver que hay pensamiento en los poemas y poema en los ensayos”. Observemos que del mismo Balzac es también el momento de desconfiar porque “¡nunca se sabe con él!”: ¿se trata de novela, de pensamiento, de poesía, de política, o de todo eso a la vez?
Esta broma que ya se escuchó muchas veces, sigue siendo verdadera para varios escritores del siglo XX, se oye a veces decir – y no exagero mucho: no lean las novelas de Camus, es un ensayista, no lean las Situaciones de Sartre, es un filósofo, no lean tampoco el Contra Sainte-Beuve, Proust es un novelista, no se extravíen en los Cahiers de la quinzaine de Péguy, es un polemista, mucho menos en los poemas de Artaud, son ininteligibles. Lean en rigor sus ensayos, como el Teatro y su doble – aunque el fantasma contamine allí peligrosamente el razonamiento.
Tomemos únicamente tres ejemplos, tres incipit de libros que una convención editorial reciente clasifica entre los “ensayos”. ¿Nos preguntaremos qué hay de común entre el Teatro y su doble aparecido en la colección “Métamorphoses” dirigida por Paulhan en Gallimard en 1936, El hombre rebelde publicado en Gallimard en 1951 y Nunca aprendí a escribir o los incipit de Aragón publicado por las ediciones Skira en la colección “Les sentiers de la création” en 1969?

1º) Nunca cuando es la vida misma la que se va, se ha hablado tanto de civilización y de cultura. Y hay un extraño paralelismo entre este derrumbe generalizado de la vida que está en la base de la desmoralización actual y la preocupación por una cultura que nunca ha coincidido con la vida, y que se ha hecho para regentar la vida […] Antonin Artaud “El teatro y la cultura”, Prefacio del Teatro y la crueldad.

2ª) Hay crímenes de pasión y crímenes de lógica. El Código penal los distingue, de manera bastante simple, como premeditación. Estamos en el tiempo de la premeditación y del crimen perfecto. Nuestros criminales ya no son esos niños desarmados que invocaban la excusa del amor. Son adultos, al contrario, y su coartada es irrefutable: es la filosofía que puede servir para todo, incluso para convertir a los asesinos en jueces […] Albert Camus “Introducción” al Hombre rebelde.

3º) Mi propio comienzo… aprendí rápido a leer, en el sentido infantil que se le da a este verbo. Es decir reconocer las letras, asociarlas, desentrañar las palabras, sacarles un sentido, tomar conciencia de la cosa escrita, poder enunciarla para mi propio asombro. Pero cuando me pusieron un lápiz entre los dedos, y empezaron a enseñarme cómo sostenerlo, cómo trazar sus signos separados y cómo se encadenan, tuve una suerte de rebelión […]. Louis Aragon, Nunca aprendí a escribir, o los incipit de Aragon.

Lo que impresiona en cada una de estas aberturas no es solamente el movimiento de insurrección del pensamiento, es también, cada vez, el ataque de una voz que resuena en la urgencia de este pensamiento, de ahí, cuando se lee, un sentimiento de encarnación del pensamiento que llega hasta nuestro presente. Incluso si las formas de enunciación difieren, en particular en Aragon que empieza por contar un recuerdo de infancia.

Por último, cada uno de estos textos es dirigido, y forja entonces sin saberlo una “comunidad” de destino, que nos los vuelve muy cercano. De esta manera están “al alcance de la voz”, como decía Bernanos de Péguy.

¿En qué medida estas voces son sustentantes en efecto? No todo depende, para saberlo, de las “grillas de análisis” neo-estructuralistas siempre en boga en la enseñanza*, sino que depende también y sobre todo de nuestra capacidad de escucha, de nuestra manera de leer entre, detrás; contra, y todo contra las líneas, manera que no es solamente una cuestión de “técnica”, sino también de “visión”, para parafrasear lo que dice Proust del estilo.

Estas pocas y simples llamadas bastarían para introducir la noción compleja de “ensayo” con alumnos de colegio secundario y estudiantes, sabiendo que ninguno de estos libros apareció, en su época, con la mención “ensayo” en la cubierta, ni siquiera con una denominación genérica. Mientras que hoy se viste con el nombre de Ensayo a muchos productos de gran consumo cultural, cada vez que un periodista, un político, un nuevo filósofo quiere hacerse un nombre en las librerías, en primer lugar habría que mostrar a los estudiantes que la palabra “ensayo” no dice nada de la cosa. Es preciso que vean por ellos mismos.

De hecho, si, en esa época, a Artaud, a Camus, a Aragon no se los consideraba “ensayistas”, el lector entendía perfectamente que estaba frente a actos de palabra no solamente intelectuales, sino sobre todo existenciales: Artaud hace circular la frase alrededor de la palabra “vida” a la manera de un rebato, Camus pone en tensión dos ordenes de discursos raramente asociados, el del Código penal y el de la filosofía, para dar a pensar el escándalo del asesinato de estado. Aragon nos introduce en sus primeros ensayos de escritura niño que va pronto a descubrir que escribir significa que “se piense a partir de lo que se escribe, y no lo contrario”. Ahora bien, pensar a partir de lo que se escribe – o de lo que se lee – activa un movimiento, una pulsación del pensar que distingue a éste de las “ideas” , y en particular de la “literatura de ideas”, que una tradición escolar relaciona con los ensayos. Pero separar las ideas de sus voces impide aprehender la poética específica de los ensayos, tal como estos tres ensayos lo permiten, por ejemplo, impide desprender de allí algunos ejemplos destacados.

Una poética atenta a la física del pensamiento tanto como a la fuerza del lenguaje permite, cito a Henri Meschonnic, “darle la espalda al pensamiento dualista que todavía reina en el pensamiento de la literatura”. Agrega más adelante: “el proyecto de este estudio es mostrar que […] el discurso sobre la escritura, para dar cuenta de lo que pasa en ella, debe […] extraer sus criterios y sus conceptos de la escritura”. Ahora bien lo que pasa en los tres incipit que acabamos de leer, es un cierto modo dramático de inserción del acontecimiento en la vida, de ahí se desprende un problema que vale para todos incluso si en principio vale únicamente para uno solo.

Hacer leer en el colegio secundario ensayos que por más variados y proteiformes que sean, incluso hacer escribir sobre ellos, no debería tener otro objetivo que provocar preguntas de “forma” en el plano de los valores, es decir en el plano del “registro donde ocurre que esos valores son valores”, como lo dice una vez más Péguy. Ahora bien, semejante enseñanza solo puede ser resueltamente crítica, a la inversa de lo que susurra la doxa didáctica*.

En 1970, Henri Meschonnic, sin duda llevado por el optimismo epistemológico de la época, hablaba en imperfecto, pero prefiero citarlo en presente, se entiende fácilmente por qué: “el problema del pasaje de la descripción al valor (“era”) es eludido: ya que esta descripción parte (“partía”) de un implícito juicio de valor”. El objeto de esta descripción tiene en la escuela un nombre: “la argumentación”.

¿Cuál es en efecto el uso que se hace de esta noción faro en los programas del primer ciclo de enseñanza secundaria y de los colegios secundarios, a lo que se resumiría por otra parte lo esencial de la enseñanza del francés, si numerosos profesores no estuviesen alerta? Es casi exclusivamente “descriptivo”, reducido al señalamiento de operaciones lógicas. Los programas de los colegios secundarios publicados en el año 2000 después de una amplia consulta nacional, se daban por otra parte como objetivo reconciliar a las nuevas generaciones de alumnos con la literatura, abordándola bajo el ángulo, o el régimen muy general de la argumentación en la esfera de la comunicación, englobando ella misma a la literatura*. Así se explica en la mayor parte de los manuales de colegios secundarios consultados la fortuna paralela de las teorías de la recepción revestidas de pragmática, y de las categorías que surgen de la antigua retórica acomodadas al gusto de la época. Considerado bajo este ángulo, en efecto, argumentar tiene la ventaja considerable de referir toda situación de enunciación compleja, todo acto de lenguaje situado, a una confrontación inmutable entre las dos instancias lógicas constituidas, para decirlo rápido, por los “polos de la comunicación”. Se podía así, apreciable ganancia de tiempo, poner didácticamente* en un mismo plano las Fábulas (Fables) de La Fontaine, los Cuentos (Contes) de Voltaire, y los Castigos (Châtiments) de Victor Hugo, etc.

Pero una vez más hay que recordar que estos programas surgían igualmente de una elección de “política de la lengua”, para retomar el bello título de Michel de Certeau* sobre el informe del abate Grégoire, previa a la erradicación de los patois (dialectos locales) bajo la Convención. Pero esta vez se trataba menos de erradicar que de arrasar los idiomas literarios del pasado juzgados muy sutiles, muy complejos para los alumnos de fines del siglo XX, rehabilitando la “literatura de ideas”: bastaría simplemente con incluir ahí una cohorte de “ensayistas” contemporáneos, considerados como más cercanos a las preocupaciones de los alumnos. Sin embargo, como lo reconocía recientemente uno de los miembros más lúcidos* de la comisión de expertos encargados en esa época de la elaboración de estos programas, la mejor manera de hacer que los alumnos entren en la gran retórica desde el inicio de la enseñanza secundaria, siempre había consistido en privilegiar el estudio de los diálogos, de las tiradas, de los monólogos de la tragedia y de la gran comedia clásicas, porque los engranajes más sutiles del razonamiento se mezclan ahí orgánicamente a las pasiones más violentas. Por este medio se había hecho posible el estudio de los moralistas y de los grandes analistas de la Francia del Antiguo Régimen. Pero todo eso – razonamientos, sentimientos, psicología, religión, moral, política – se dice, se expresa en una lengua que, a los ojos de los responsables de la época, era muy antigua, muy difícil, muy antidemocrática para alumnos que ya estaban desprovistos ante “la lengua”; en resumen, la lengua de estos moralistas lejanos era caduca. En otros términos, se volvió “lengua muerta”, como lo analiza con brillantez una obra reciente consagrada a Bossuet.

Esta política de la lengua y de la literatura, por el hecho de no ser abiertamente reivindicada por sus autores, no por eso se ha mostrado menos perjudicial desde cualquier punto de vista para la formación lingüística y analítica de los alumnos. En compensación, esta política, hay que reconocerlo, estaba en perfecta simbiosis con el régimen de la comunicación social, por cierto vestida con la ropa de la antigua retórica bajo el nombre de “argumentaciones”. ¿Pero qué es una aproximación a la argumentación cuya actio y memoria han sido, salvo excepción, retirada de las clases? Sin memoria de los textos y de sus contextos, y sin textos incorporados por una pasión del pensamiento, no hay ninguna retórica viviente, ninguna comprensión de la acción del lenguaje sobre tal o cual personaje trágico, sobre determinado público, sobre determinado príncipe, salvo en negativo cuando al príncipe se le antoja de relegar La princesa de Cleves al estante de las antiguallas francesas.

Lo que habría que promover entonces como manera de “argumentación”, además del estudio de estos grandes irregulares que fueron los “clásicos” mientras vivían, es la lectura de ensayos tal como Roland Barthes, que no era un principiante en materia de retórica, los definía: ¿“una forma atormentada, donde el análisis compite con lo novelesco, y el método con el fantasma”?

Una forma atormentada, no en el sentido romántico del término, sino exactamente en el sentido genérico e histórico de la palabra: atormentado porque está atravesado de voces contradictorias, heterogéneas, híbridas, impuras, por el hecho notablemente de la fragilidad de la frontera en Francia entre filosofía y literatura – El discurso del método construido justamente como un relato autobiográfico, para no citar más que este ejemplo; atormentado por el hecho igualmente del antagonismo recurrente entre escritura de sí mismo y aspiración secreta a la universalidad. En estas condiciones, se verá que ya no podemos acercarnos a Les Rêveries du promeneur solitaire (Las ensoñaciones del paseante solitario), Aurélia, Nadja, todos ensayos nómades, erráticos, en términos de “argumentación”.

Queda entonces el caso de Montaigne, el “caso Montaigne”, tendríamos que decir, ya que sus Ensayos, en su proyecto mismo, apuntan justamente a volver obsoletas las categorías retóricas de la retórica ciceroniana:

Para mí, que solo pido volverme más sabio, no más docto o elocuente, estos ordenamientos lógicos y aristotélicos ya no son apropiados: quiero que se comience por el último punto […] Quiero discursos que hagan la primera carga en los más fuerte de la duda.

Como se lo puede constatar, el vocabulario, antes que lógico, es aquí marcial, e incluso procede de una escuela de arte ecuestre – “la primera carga”. En cuanto a los empleos del término “ensayo”, reducido a un intransitivo abstracto en la actualidad, se trata siempre en Montaigne de una palabra transitiva, el transitivo de una “una física del pensamiento”; esta noción es de las más simples para proponer a alumnos en edad de entender, más que “literatura de ideas”, expresión que se volvió fuente de tantas confusiones: si el juicio sirve para “sondear el vado” como dice Montaigne, es que pensar trabaja el cuerpo:

El juicio es una herramienta para todos los temas y nos servimos de él en todas partes. Por esta razón, utilizo toda clase ocasión para hacer aquí de los ensayos algo mío. Si se trata de tema que no entiendo en absoluto, ensayo ese mismo tema, sondeando el vado desde muy lejos*.

Entonces vayamos más lejos en los “ensayos”, las pruebas de un cuerpo esta vez preso de los tormentos de la enfermedad:

Peleo con la peor de todas las enfermedades, la más repentina, la más dolorosa, la más mortal y la más irremediable. Ensayé a su respecto cinco o seis dilatados y penosos accesos*.

Abreviemos entonces este rápido pero necesario recorrido de horizonte lexicográfico (que habría que extender a otros países – porque no le decimos a los alumnos que nuestras categorías, nuestros conceptos son hijos de la historia europea y que no nacieron ya construidos y en cualquier momento), para que reflexionemos en las consecuencias de la primacía que se le otorgó al logicismo de la argumentación en la puesta en obra de los programas de los colegios secundarios. Veamos en primer lugar lo que encuentra el alumno en determinado sitio pedagógico, en términos de definiciones del “ensayo” listos para su uso:

Literatura de ideas s. f. A través de esta expresión se designan todos los géneros que permiten a los escritores trasmitir sus ideas. El panfleto, el texto argumentativo, el ensayo, etc., forman parte de ella.

Ensayo n.m. Texto argumentativo que analiza un aspecto un tema, que reagrupa reflexiones sobre uno o varios temas, a partir de la observación o de la experiencia del autor, y que no pretende agotar el tema.

Argumentativo adj. Forma de discurso que apunta a demostrar, probar o incluso convencer, persuadir. El texto argumentativo tiene por objetivo defender una tesis, dando argumentos y ejemplos, dicho de otro modo utilizando la argumentación. Estos elementos se encadenan gracias a los vínculos lógicos.

Vínculos lógicos s.m. Se los llama también palabras de conexión o conectores lógicas. Sirven para asegurar las articulaciones y la progresión de un texto.

Aquí se ve, piense lo que se piense de estas condiciones, cómo este glosario hace caso omiso de manera tajante de la transformación de las nociones en valor, lo que suponía sin embargo la noción de “literatura de ideas” – introducida en 1932 por Thibaudet en su Historia de la literatura francesa de 1789 a nuestros días, pero por razones más filosóficas que literarias. Thibaudet hablaba en efecto de “ideas madres*”, co-extensivas a la historicidad de nuestra literatura y de las cuales uno se pregunta qué lugar les es concedido en los programas actuales: que la literatura experimente formas inéditas de pensamientos, en ninguna parte se habla de eso.

Por añadidura estas definiciones esencialistas, aparentemente fáciles de memorizar, están vacías de sentido, puesto que están cortadas de lo que Péguy llamaba fuertemente su extratexto*. Son definiciones, entonces, que dejan al estudiante sin recursos ante el primer texto “argumentativo” que encuentra. ¿De qué manera sería sensible a sus desafíos, si se oculta su metafísica, el dogma, los prejuicios, los rumores, las creencias – en resumen lo realxi? Es en nombre del extratexto en efecto que sin embargo se ha proscrito, enviado a la hoguera, a la justicia, al asilo, se ha excluido de tal partido político, o por el contrario se ha elegido en la Academia francesa o se ha nombrado embajador, a tal escritor antes que a tal otro. ¿Pero esta pregunta todavía está por plantearse, siempre que el alumno sepa localizar las “herramientas de la argumentación” -– en una palabra, que sepa mostrarle al examinador que puede leer con ojos indiferentes? Que nunca sepa leer entonces, que nunca conozca lo que François Maspero llamaba La alegría de leer.

Entonces conviene restablecer una verdad: los Documentos de acompañamientos de los programas publicados en el año 2000, siempre en uso, aconsejan mucha prudencia a los usuarios: “El ensayo se distingue de otros géneros argumentativos puesto que aquí el lenguaje no sirve más que para transmitir un pensamiento, lo da a captar en su misma elaboración*”: menos un resultado que un proceso, menos un texto – palabra que finalmente termina por designar solo un artefacto – que un “trayecto” como decía Henri Michaux, un trayecto que procede muy a menudo de un aceleración del pensamiento, de un acontecimiento, de una inquietud, de una brecha en el circuito balizado de las certezas.

¿Los autores de los programas presentían entonces algún riesgo de “deriva” y por qué? ¿Qué queda de este consejo de prudencia y de humildad en la puesta en obra didáctica de secuencias de enseñanza? Uno puede preguntárselo cuando se consulta atentamente el número de una revista pedagógica, destinado a la ocasión del comienzo escolar del año 2009, al estudio de los “Medios de la argumentación en un ensayo contemporáneo y de los textos clásicos”. En principio sorprende en una primera mirada la imagen emblemática de lo que se entiende por argumentación, a saber la foto de una discusión política tomada en un estudio de televisión nacional. En la lista de los textos consagrados al estudio se encontrará incluso un “diálogo ficticio” (una vez más un artefacto) sobre “la manteada” (sic).

Lo más interesante, pero también lo más desafortunado, viene luego con “el estudio de una obra completa”. Se trata de Sobre la televisión de Pierre Bourdieu, que se da como “ensayo”; ahora bien, este término, Pierre Bourdieu lo reprobaba porque en su opinión se había convertido en propiedad de esos ensayistas auto-proclamados a los que consideraba como “chapuceros*” del saber. Sobre la televisión es en realidad una intervención publicada en una colección comprometida, “Raisons d´agir” (Razones para actuar), que respondía a la polémica suscitada por el rechazo declarado de Bourdieu de aparecer en los programas de televisión donde, precisamente, la prueba del saber, el ensayo del pensamiento son conminados a acomodarse a las razones de la puesta en escena de la comunicación mediática.

En fin, el “agrupamiento de textos clásicos” elegido en el mismo dossier de esta revista (La Fontaine, Voltaire, Pascal, Hugo), alinea a todos estos autores en una misma aproximación lógica de la argumentación, sin relación con la especificidad, la poética de las obras de la cual provienen los extractos elegidos.

En otros tiempos se reprochó a los agrupamientos temáticos su “impresionismo”, pero ¿qué decir entonces de estos agrupamientos retóricos que solo esperan, en conformidad con los programas en vigor, respuestas de tipo retórico? Como la disección argumentativa de textos está falseada desde el inicio y es considerada irreprochable, uno se pregunta, y, como Michaux, “buscamos, nosotros también, el Gran Secreto*”.

Nos preguntamos incluso si tantos loables esfuerzos desplegados para desmontar textos de régimen tan diferentes no apuntan sin decirlo o sin saberlo, a rehabilitar indirectamente el ejercicio de la disertación, ejercicio de rigor y… de argumentación, cuya práctica efectiva es casi desdeñada en todas partes y a veces abandonada en las clases de francés de los colegios secundarios…

Pero sobre todo es una pena que de semejante tratamiento, salga perdiendo el ensayo, tomado en el sentido noble que había adquirido a partir de los años cincuenta, gracias al desarrollo de las ciencias llamadas humanas, en gran parte deudora de sabios que eran verdaderos escritores, como Geroges Duby, Claude Lévi-Strauss, o Émile Benveniste*. En ellos, en efecto, como en muchos otros, el ensayo siempre fue “una interrogación en el seno de la cual la pregunta, por los desplazamientos que ella opera, importa más que la respuesta*”.

Si estos “desplazamientos” del pensamiento en el pensamiento no constituyen el objetivo, el desafío primero de toda lectura de ensayos en el colegio secundario, ¿por qué haría falta leerlos o hacer que los alumnos los lean? Es justamente a la pregunta del valor a la que haría falta volver de manera urgente, no solamente al valor en el sentido moral de la palabra, sino del valor del decir, esta condición viva de las ideas y su prueba misma, así como lo escribía, hace más de sesenta años antes de Meschonnic, Charles Péguy en ese ensayo póstumo, Un poeta lo ha dicho:

No me hable de lo que dice. No le pregunto lo que dice. Le pregunto cómo lo dice. Es lo único interesante. Es lo único que interesa. Hábleme de cómo lo dice. Es la única prueba. Es lo único que aporta y puede aportar una prueba […] Y entonces lo escucho. Es eso, es el tono, es el estilo, es la resonancia de lo que usted dice lo que espero, y entonces es cuando oigo que escucho*.

Una “prueba”, porque las ideas son vanas y aburridas, si el que las trae no da testimonio en primer lugar de este extratexto que la enseñanza universitaria desde hace mucho tiempo ha contribuido ampliamente a desconsiderar en provecho de los “actantes”, “narrradores heterodiegéticos” y otros “géneros epidécticos”; una prueba por último porque los “argumentos” no son para nada pruebas de lo que nos hace la literatura, de lo que hace su carne – una palabra que se volvió tabú en la enseñanza. Una palabra proscrita por los puritanos del texto.

De ahí, y para concluir, una pregunta simple que es muy importante hacerle urgentemente a la enseñanza de la literatura y a sus expertos: ¿no es mala fe querer hacer que entren las voces más heréticas del patrimonio literario bajo la rúbrica “convencer, demostrar, persuadir”, si, además, no se dice nada del extratexto, si no se hace nada con el continuo de un pensamiento que está a prueba – si no se hace nada con el “estilo” que prueba al hombre tanto como lo pone a prueba? Si no se hace nada con la resonancia, ni con la repercusión de un pensamiento en el mundo? Si la literatura estuviese hecha para los textos y no para el mundo – si ella no fuera “mucho más e infinitamente otra cosa que un texto*” – , no tendría nada que enseñarle, nada que decirle: nada que no dé prueba y nos ponga a prueba. Para terminar entonces hagámosle eco a Sartre: “No queremos tener vergüenza” de decir que enseñamos literatura, porque “no tenemos ganas de hablar para no decir nada*”.

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