El poder de poder

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Pareciera que el sólo hecho de ser adultos, docentes o directores, nos da autoridad y poder indiscutida, erguida desde vaya uno a saber dónde. Como si el tamaño del guardapolvo guardase relación directa con lo que uno puede o no puede hacer, crear, decidir. Somos lo primeros en sacarle el celular a los pibes, pero también los campeones en usarlo en reuniones de maestros, o incluso dentro del aula por alguna ingeniosa justificación. Somos también los primeros en decir cuándo se puede salir del aula , pero tenemos la potestad de salir al baño o hablar con alguien cuando se nos antoja. Si algún pibe nos manda a la mierda: desacato, falta de respeto, sanción. Pero (impunemente?) no amarreteamos palabras fuertes, humillación, gritos desprecio, incluso pensamientos terribles bajo una mirada fría, indiferente. Los chicos huelen, sienten, vibran, aún cuando los creemos con las cabezas metidas en alguna pantalla. Sienten la presión de ese poder por encima suyo. Tal vez un poco hartos del control al que esta sociedad actual los somete, la escuela parece cómplice, dispuesta a reproducir, o reforzar esta presión. Libertad hipócrita, coartada en ámbitos hermosamente rubricados como lugares para la emancipación, el aprendizaje y el crecimiento…

El otro día los chicos de 7° buscaban desesperadamente que alguien les preste una pelota para el recreo. Golpeaban aula por aula, pedían permiso y preguntaban si algún chico había traído pelota para prestarles (“rompe, pincha, garpa” es la consigna que todos respetan a rajatabla). Mala suerte para ellos, ese día nadie en la escuela había traído pelota, y a pesar de explicarles esa carencia, miraban (“cogoteaban”) dentro de las aulas, como si no creyeran en nuestra palabra. En eso, en medio de su recorrida, golpearon el aula de 2°, que linda con la pared de mi aula (con lo cual la situación ameritaba, me tentaba, a parar las orejas); se encontraron con la única redonda, que afortunadamente un chico había traído. Pero la maestra, molesta por la interrupción de su clase, consideró oportuno que escarmienten por entrar “así como así”; y a pesar de que su alumno les ofrecía la pelota, se las negó rotundamente y les exigió cerrar la puerta. Los pasillos retumbaron de puteadas, y los pibes de 7° decidieron entonces aprovechar el recreo para hacer quilombo por la escuela, y con llamadas de atención de por medio, promediaron una media mañana para el olvido… ¿O quizás para el recuerdo? Porque esta bronca que estalla es como la piña a la pared de Juan, una mezcla de rabia e impotencia ante el adulto que parece infranqueable, a pesar de todo lo que intenten los pibes. Y así somos nosotros los que quedamos afuera. Juan y los chicos de este 7° no quedan afuera, quedamos afuera los que pretendemos mover los hilos de lo que pasa en la escuela, y pretender que las cosas ocurran a imagen y semejanza nuestra, como un pequeño señorío. El adultocentrismo del que hablaba Bustelo, ese que hoy continúa controlando a la infancia y la juventud, normatividad que alude a un “deber ser” desde una posición de dominación y poder.

Los pibes son genuinos. Nosotros, paralizados por el miedo a ese código desconocido, dentro de una institución que ha perdido su sentido y sustento original, tratamos de seguir entrando en la misma pilcha que hoy ya queda chica, que “pasó de moda”, que ya fue. Encerrados entre paredes (que por cierto nos preceden[ref]“Sixto Martínez cumplió el servicio militar en un cuartel de Sevilla. En medio del patio de ese cuartel, había un banquito. Junto al banquito, un soldado hacía guardia. Nadie sabía porqué se hacía la guardia del banquito. La guardia se hacía porque se hacía, noche y día, todas las noches, todos los días, y de generación en generación los oficiales transmitían la orden y los soldados obedecían. Nadie nunca dudó, nadie nunca preguntó. Si así se había hecho, por algo sería.
Y así siguió siendo hasta que alguien, no sé que general o coronel, quiso conocer la orden original. Hubo que revolver a fondo los archivos. Y después de mucho hurgar, se supo. Hacía treinta y un años, dos meses y cuatro días, un oficial había mandado montar guardia junto al banquito, que estaba recién pintado, para que a nadie se le ocurriera sentarse sobre pintura fresca
“. Eduargo Galeano – La Burocracia/3 en El libro de los abrazos./ref[]) nos quedamos afuera de todo lo que pasa alrededor, incluso dentro de las propias paredes. Exigimos obediencia, porque nosotros mismos repetimos ciega y obedientemente los mandatos que heredamos, esperando la misma actitud en los pibes.

La autoridad y la referencia se construye en actos…

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