Derrames (sangre en la pared)

La escuela se hace desde afuera. En la esquina, tomando mate y comiendo bizcochitos, por ejemplo, y hablando de los pibes que mueren cuando roban enanos de jardín. ¿Acaso esta afirmación apuesta a la vulgarización de la experiencia educativa? No, la idea no es alejar a la escuela de su capacidad de enseñar. Más vale, nos interesa lo contrario, que la escuela pueda, que las personas que la habiten desplieguen ese poder hacer. ¿Se puede hacer escuela invocando el silencio ante de la muerte de un estudiante? ¿Hay mayor urgencia en enseñar el programa de matemática que en trazar un plano ético en el aula?

Una convicción: lo que hoy vacía a la escuela es el peso de la historia. La vigencia de los espectros del pasado. Pero esta es una afirmación peligrosa, amerita cautela. Los modos de vida más celebratorios del capitalismo en su faceta neoliberal también invocan a la flexibilidad, a la liviandad, a cortar amarras con el pasado. A lo sumo, queda muy bien portar algún detalle vintage, como un auténtico hipster. No es esta la perspectiva que queremos explorar a partir del relato de Sandra. Un relato austero, que no estiliza la densidad de habitar una escuela pública bonaerense, en muchos sentidos,una experiencia abrumadora por la cantidad y variedad de situaciones que invocan a la gestión de un cuerpo docente desmembrado. Más allá de que la secuencia que relata es lindo leerla, uno tiene la sensación de estar en contacto con la verdad.

Volvamos sobre el riesgo de promulgar ligeramente el desligue del peso de la historia, a qué vamos con esto. El peso de la historia alisa los pliegues de la experiencia escolar actual porque pretende encajar en las líneas rectas del molde disciplinario, aún perdido, unas curvas que sí alojan las esquinas.

Dice Sandra: “Juan manifestó deseos de ser programador informático, pero el pibe comenta: –No puedo decir eso donde vivo, allá nadie estudia. Me viven bardeando porque vengo a la escuela. A mí me gusta venir, no quiero dejar”.

¿Qué pierden los docentes cuando suspenden aJuan? Suconducta resulta inconveniente para la vida en común y por eso prefieren que no entre más. El borde que no incorpora será puesto, entonces, con barreras edilicias. También virtuales: bloqueo de la netbook. Él insiste y se hace presente colándose por las rendijas. Busca la tarea, congrega a otros a su alrededor. Sin embargo, la conclusión institucional es queuna cursada remota no alcanza para formarse adecuadamente. Esta perspectivano surge de la nada. La escuela fue concebida, por sobre todo, como una institución de la presencia. Que los chicos se queden en el molde y que los docentes puedan comprobar la impresión de estos límites sobre sus cuerpos. Durante décadas no se concebía otro modo de hacer escuela.

Entonces, cuando los profesores consideran que Juan tiene que irse lo hacen desde esta perspectiva y con el legítimo cansancio de no saber qué hacer con su derrame. Es difícil contener a las presencias que derraman en el aula aún para los profesores alejados de las coordenadas disciplinarias. El docente se las tiene que ver con la irritación que genera el exceso del otro en el propio cuerpo. Lidiar con esto es cansador. Tampoco es cuestión de pensar que todos los jóvenes son un encanto, ni siquiera Juan, dejemos este tipo de afirmaciones para las tías cariñosas. Sandra nos invita a una experiencia más incómoda como la de hacer lugar a los chicos que van a la escuela ya sin marcas disciplinarias y capaces de dejar la propia sangre de sus manos en la pared.

Lo otro, lo que parece quedar afuera, la muerte por querer robar un enano de jardín; semejante exabrupto ético es el suelo sobre el que se sostiene este relato. Allí no hay cansancio legítimo de nadie sino un silencio, la explícita voluntad de un silencio. Al lado de la mancha de sangre en la pared, un agujero: dos formas de exclusión estampadas en los muros de la escuela. Permanencia de lo ausente, insistencia que se impone por encima de cualquier planificación y de cualquier agotamiento.

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